Manuel Ignacio Moyano “La vanguardia puede estar en el corazón mismo del mercado”
ENTREVISTA. El autor de “La ciega”, un libro de sus textos con ilustraciones de la artista Verónica Meloni, reflexiona sobre las maneras de usar la lengua para escapar de las antípodas “canon/ contra canon”.
Sin otro equipaje que lo puesto –un jean, una remera, unas medias, un par de zapatillas y una navaja–, la ciega sale del departamento y empieza a caminar por las calles sin la ayuda de un bastón ni de ninguna otra cosa, ante la mirada sorprendida de los demás.
Apenas comenzada la lectura de La ciega, comprendemos que esa caminata no es de las que unen un punto con otro, sino que es una caminata que atraviesa rutas, paisajes y ciudades (que aparecen designadas con sus iniciales: M C, L M, T, S, algunas reconocibles, otras no tanto), desobedeciendo la cartografía y el cronómetro realistas.
Nadie conoce a la ciega ni sabe de ella, sólo la ven pasar y en esos encuentros o intercepciones, a veces, algo sucede: el testigo tiene una visión, una revelación, o muere. En algunos casos, el narrador se desvía, cambia de perspectiva; y por unas pocas líneas o páginas, sigue alguna circunstancia o episodio en la vida de ese personaje con el que la ciega se ha cruzado.
Otro misterio es el murmullo que sale de la mujer, pero no solo de su boca, sino de todo su cuerpo: “Qué dice es una pregunta que no tiene sentido hacer al escucharla murmurar en ese idioma propio e inentendible en algunos momentos. Parece como si fuera hablada, aunque en otras situaciones aparecen expresiones claras, dirigidas a alguien más, por ejemplo, te veo, vine a buscarte, nos tenemos que ir”, leemos en las primeras páginas.
“La ciega nace de una necesidad corporal. Escribir, para mí, es simplemente un proceso digestivo, escribo para digerir lecturas, entendidas en un sentido amplio. Cuando leo, a pesar de la formación que tenga, no sé nada. Todo libro supone lo mismo que en mi infancia: un jeroglífico, una cosa negra por descifrar o cifrar, cruzándolo con otras cosas, como la vida, las paranoias, otros libros”, explica su autor, Manuel Ignacio Moyano.
Y añade: “Eso está en el inicio, la ignorancia de lector. Y en la novela esto se articuló como un ritmo desenfrenado de alguien que avanza y avanza, sin parar, atravesando historias y situaciones. Ahí se mezcló todo”.
Texto e ilustraciones
La ciega no es solamente una narración escrita, es también y en igual proporción una serie de procedimientos visuales (editoriales y artísticos). Así, entre otras cosas, el lector se encuentra con las ilustraciones de Verónica Meloni, dibujos que representan fragmentos –uñas, ojos, dedos, falanges– de esa caminante que habla con todas las partes de su cuerpo.
Sobre este proceso, Moyano señala: “Lo colectivo está en la misma idea del libro. Hubo un primer textoboceto hecho por mí. Después Verónica leyó eso, y decidimos que metiera mano desde la ilustración. No se trataba de representar lo que el texto decía, sino de vincular las intensidades gráficas y visuales que tanto la narración como el dibujo podían tener”.
A su vez, en la siguiente etapa intervino el editor y se involucró con sus propias búsquedas: los señalamientos paratextuales (textos de solapa y de contratapa) y la maquetación, que, sumados a los dibujos, convirtieron el libro en un objeto visual.
“El contrapunto entre la ceguera como trama y la visibilidad como artefacto táctil hicieron emerger otra escritura: la de la publicación, con todas sus intrigas”, dice Moyano.
Y añade: “Desde los tres aspectos, se trató de diagramar las variaciones del modo en que se cuentan las historias. Y así, entre pruebas y ensayos, fuimos avanzando, reeditando el texto, probando diferentes dibujos, armando el objeto con diversas formas. Creo que a los tres nos pasó lo mismo, que un libro no es lo que ‘dice’ el texto, sino la experiencia táctil, sonora y visual, incluso aromática, que el objeto evoca”.
–En sintonía con otros textos tuyos, “La ciega” se inscribe en una tradición experimental en la que importa más la experiencia de la lengua que la búsqueda de un sentido (psicológico, histórico u otros).
–Las dos palabras que más ha suscitado el libro son “experimental” y “vanguardia”. A pesar del uso vago que se hace a veces de ellas, con el que generalmente se designan diversas cosas, lo interesante está en la necesidad de emplearlas, todavía. Esto muestra que si hay que decirlas, es porque hay cosas que no son experimentales y que responden a los cánones oficiales o a las formas correctas de la escritura (“corrección”, en sentido moral y mercantil). El error está en tomar la cuestión de esta manera bipolar: si hay canon, yo hago contracanon; si hay escritura moralmente correcta, yo soy el inmoral. Eso es muy ramplón y no cambia nada. La experiencia de la lengua, que se pone en el mismo plano que el del sentido (sea psicológico o histórico, social, político, estético, etcétera), rompe el dualismo y las jerarquías.
Moyano recuerda que antes de escribir su ensayo sobre Jorge Bonino escuchó los audios de sus espectáculos y se asombró por cómo el actor villamariense “construía una experiencia del sentido incomprensible y, a la vez, absolutamente comprensible. La gente se moría de risa porque entendía lo inentendible”.
Y también advierte: “Lo experimental puede estar en un ‘Ntolsvz Rlkenmt’, largado en una salita de teatro ante 20 personas, o en un ‘la pelota no se mancha’, dicho en un estadio multitudinario”.
Estos ejemplos le sirven para dar pie a la siguiente afirmación: “La vanguardia puede estar en el corazón mismo del mercado”.
No obstante, para el autor hay otra cuestión para tener en cuenta: “El chiste está en construir el experimento vanguardista contra el canon y contra el anticanon, ser un canon anticanónico. Acá se cruza todo: narrativa, ensayo, poesía, papá y mamá. No hay jerarquías, solamente una llanura absorbente. Las obras de Macedonio Fernández, J. R. Wilcock, Alberto Laiseca, Copi, Héctor Libertella, incluso la del mismo Borges, entre muchas otras, lo lograron. Esta tradición es la que me interesa”, concluye.