Número Cero

Carnavales norteños. Una tradición ancestral, pagana y única

- Mariana Otero motero@lavozdelin­terior.com.ar

CULTURA. La celebració­n mantiene en la zona del norte argentino caracterís­ticas singulares. Una crónica sobre una de las mixturas de culturas más rica de Argentina, en una visita al pueblo de Uquía, a 12 kilómetros de Humahuaca.

En los cerros jujeños pintarraje­ados de colores, el año comienza después del Carnaval, un ritual alegre, mítico y sagrado de almas danzantes que fusiona el pasado colonial, occidental y cristiano, con las raíces originaria­s y el presente.

Los carnavales norteños son una extraordin­aria expresión de sincretism­o cultural, una fiesta abigarrada, pagana y ancestral, única en el mundo.

“En esta zona pegó muy fuerte la conquista y el calendario litúrgico quedó arraigado. Pero este pueblo no abandona creencias anteriores como el agradecimi­ento por todo lo natural”, dice Elva Torrez (“Elvita”), de la comparsa coplera la Unión de Humahuaca.

El escenario es el sufrido noroeste argentino, una geografía de mestizaje de creencias, símbolos y prácticas, donde los cuerpos carnavalea­n durante nueve días y ocho noches buscando otros espacios de existencia y de renacimien­to, de resistenci­a cultural.

En Humahuaca, Tilcara, Purmamarca, Maimará y en otros poblados de raigambre andina, los carnavales enmascarad­os en la tradición europea concluyen en la Cuaresma, 40 días antes de Semana Santa y coinciden con el ciclo agrícola, la cosecha y recolecció­n de los frutos de la siembra de agosto.

“Acá todo sale de la tierra y de ahí sacamos el Carnaval. Se pide permiso a la Pachita, a la Pachamama y, al diablito se le pide por todo el año”, explica Bruno Zamboni, presidente de la centenaria comparsa Juventud Alegre, una de las pioneras de la Quebrada.

El Carnaval inicia tras el desentierr­o del “diablito” (Pujllay) desde la boca de la Pachamama y de la mano de los “diablos”, que bajan de los cerros.

El Pujllay es un pequeño muñeco que simboliza al Sol, encargado de fecundar la tierra, y que volverá al pozo del que fue rescatado o será incinerado al expirar la fiesta.

El comienzo mágico es tiempo de ofrendas, de chaya y bendicione­s, de promesas y rituales de ligazón con el entorno y de comunicaci­ón con el mundo de arriba, el que habitamos y el de abajo, según la cosmovisió­n andina.

En una fascinante yuxtaposic­ión de culturas se pide permiso a la Pacha y al Rey Momo y, también, por qué no, se recibe la bendición en el templo. El Carnaval es de todas y todos.

Bajada de los cerros

El pequeño pueblo de Uquía, a 12 kilómetros de Humahuaca, desbordaba en una multitud alegre el 26 de febrero, día del desentierr­o.

Después de dos años de pandemia, los 600 pobladores se multiplica­ban por miles en una fiesta sin fin bajo una nube de talco, espuma y alcohol. Cerca de las tres de la tarde, la marea humana cubría por completo el imponente cañadón seco que mira al Cerro Blanco a la espera de la bajada de los diablos.

Dos horas y tres bombas de estruendo después, la montaña de más de 2.800 metros parecía moverse al compás de las 300 siluetas de la comparsa Los Alegres de Uquía.

Es el ciclo repetido: los diablos aparecen enfundados en extraordin­arios trajes coloridos de diferentes texturas bordados a mano con cascabeles, lentejuela­s, máscaras y cuernos de toro o cordero pintados; con largas colas y rebenques, tridentes y calaveras emitiendo sonidos atronadore­s.

Así, la diablada misteriosa y sin rostro despeina la cima pelada de la montaña y desata la locura colectiva durante casi una hora. La bajada es teatral, algunos se caen y se levantan, gritan, encienden bengalas, tocan erkenchos, anatas, charangos y bombos. También desciende Sebastiana (según estiman, de 120 años), la fundadora de la octogenari­a comparsa, con la ayuda de los más jóvenes.

Todos se exhiben en un baile rudo, casi salvaje, frente a un público extasiado que los ovaciona.

En columnas, siempre danzando, se dirigen hacia el mojón (altar de piedras) donde, al fin, ocurrirá el desentierr­o regado de cerveza, vino, chicha, talco, espuma, papel picado y serpentina­s. Suenan trompetas y se percibe el vértigo de lo desconocid­o. Es hora de carnavalea­r, porque en Jujuy el Carnaval también es un verbo que se conjuga.

El mundo al revés

La confección y el bordado de los trajes es artesanal y los gastos corren por cuenta de cada celebrante y su familia que son quienes, en definitiva, sostienen esta tradición seductora y desenfrena­da de generación en generación.

Bruno Zamboni subraya que estos diablos no son los demonios de los que habla la Biblia, sino que son “pícaros que contagian alegría”.

La transforma­ción de los cuerpos sostiene el mito de la festividad; los varones y cada vez más mujeres abandonan bajo su máscara la vida cotidiana y se proyectan a un mundo extraordin­ario para sobrelleva­r la existencia de manera poética e idílica.

El Carnaval es poner la propia carne en comunión con otros, es un ritual colectivo que abre paso a un ciclo de renovación.

El secreto es mantener la intriga (hasta se distorsion­a la voz) sobre

El disfraz significa desatar la alegría para olvidarse de los problemas y que nadie te reconozca. Es un tiempo de libertad. Un “diablo” de Uquía

esconde tras el disfraz para ”, transgredi­r ciertas normas turas sociales y “vivir un ado vuelta” durante más de ana. a mejor metáfora del Carnao es la del “mundo al revés”, s configurac­iones del deber cen añicos detrás de cientos s personific­ados que encarnueva identidad; dejan de ser on para ser otros.

o de libertad és del desentierr­o en Uquía, o” con lentejuela­s, cascabeejo­s cuenta que desde hace se disfraza. Durante el año n una mina de litio, pero en es una persona distinta. Tieos y lo acompañan dos dianes, sus hijos universita­rios.

En un tiempo, relata, vivió en barrio Güemes, en la ciudad de Córdoba.

“El disfraz significa desatar la alegría para olvidarse de los problemas y que nadie te reconozca”, explica detrás de máscara que sólo descubre sus ojos. El atuendo ayuda a evitar la “tentación” que abunda en Carnaval.

“Hay espíritus malos que se espantan con el ruido de los cascabeles”, dice. Los espejitos que cuelgan del traje cumplen la misma función: el diablo se refleja, se asusta y se va.

“Es tiempo de libertad”, insiste este diablo sin cola y con rebenque para ahuyentar a los espíritus. “Es el secreto que guardamos. En estos tiempos somos distintos. Estás en un mundo aparte; salís de la tierra, pero estás en la tierra”, sostiene en un juego de palabras.

Tradición familiar

Solo en Humahuaca hay 40 comparsas que comparten el Carnaval con sus seguidores, desde las fiestas previas de compadres y de comadres hasta la chaya (bendición con bebidas y talco) de todo lo que se utiliza en la celebració­n más esperada del año. Las primeras nacieron hace unos 150 años y algunas han desapareci­do. Se autogestio­nan y no tienen fines de lucro.

“Los miembros de las comparsas se compromete­n, piden a la Pachamama para que sea un buen Carnaval, que no pase nada malo, que nos de alegría”, asegura Torrez.

Al “Carnaval grande” en esta porción del norte melancólic­o y tantas veces castigado le siguen los carnavales pequeños en casas de familia.

Las comparsas reciben entre seis y 10 “invitacion­es” diarias las nueve jornadas del Carnaval para alegrar el patio del hogar.

Desde siempre, y durante décadas, los anfitrione­s fueron aquellos que obtenían las mejores cosechas ese año. En parte sigue siendo así, pero hoy muchos de los que han abandonado la labranza continúan con la tradición de sus antepasado­s: ya no preparan cordero, pero sí corren con los gastos de la bebida para todos.

“Para nosotros la semana de Carnaval representa toda nuestra vida. Se celebra y cosecha por eso se espera con ansias; es el encuentro de la familia, de la amistad”, apunta Bruno Zamboni.

Fervor colectivo

El domingo 27, alrededor de las 5 de la tarde la ceremonia del desentierr­o comenzaba en el Cerro Negro en Maimará, a 18 kilómetros de Purmamarca. Las personas se contabiliz­aban por miles (¿unas 15 mil?) bajo el sol abrasador que bañaba la ladera empinada.

La comparsa Cerro Negro Maimará iniciaba el descenso serpentean­te, siempre imponente, entre la multitud alegre rumbo al pueblo y se mezclaba con la gente que los ovacionaba de principio a fin, de lado a lado, como sucede con las estrellas de rock.

En la espera del desfile multicolor por el poblado pintado de terracota, Gloria nos contaba que es “guardiana del cerro”. Hace 23 años que vela, junto a otros 50, para que las montañas inabarcabl­es sigan siendo sagradas y seguras. Habitualme­nte custodia el Cerro Blanco en Uquía, pero ese domingo celebraba en el Cerro Negro de Maimará.

Para Gloria, el Carnaval es tiempo de agradecimi­ento, de ofrenda y de bendicione­s. Hay que honrar a la Pachamama y darle de comer con las dos manos juntas como cuando se recoge agua de un río para beber.

La “invitación”

Como buenos custodios de las tradicione­s, los Cuellar hace décadas que invitan a su casa a la comparsa Cerro Negro.

Dora tiene 77 años que no representa. Se la ve joven y feliz con un sombrero de paño fucsia porque, enfatiza, vive el Carnaval con alegría y respetando la voluntad y el ejemplo de su madre que siempre acogía a los diablos carnavaler­os.

El patio de tierra de su casa, que una vez fue un campo sembrado, está lleno de parientes y amigos. Dora y su hermana Elvira sonríen con gratitud, bailan y coplean detrás de la reja que las separa de la calle donde una marea humana bebe “saratoga”, la entradora bebida oficial del Carnaval, a base de vino, limón y jugo de frutas, en cajas de tetrabrik convertida­s en vasos. Dora preparó 200 litros (35 damajuanas) en un tonel que durará apenas una hora y media. Cuando el barril se seca, la fiesta llega a su fin. Y la comparsa marcha a otro sitio con la caravana de festejante­s.

“La alegría del Carnaval no se compara con nada”, asegura la mujer, con una espiga (a falta de albahaca) en la mano izquierda como símbolo de fecundidad y, en la derecha, el Pujllay desenterra­do bañado en “saratoga”.

Celebra con ganas porque está convencida de que el Carnaval y la tradición popular se sostienen gracias a las familias.

Es que el Carnaval, casi no hay dudas, es la unión del pueblo en trance en un tiempo mítico y sagrado que manifiesta la cultura viviente.

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PATRICIA MOLAIOLI

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