Rumbos

“Otra vez estallé”

Si controlar las emociones se vuelve una lucha cotidiana, hay una alerta que atender.

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La llamada impulsivid­ad, en general se refiere a reacciones rápidas como explosivas, inesperada­s, intempesti­vas y sin previsión (por tanto poco reflexivas), que aparecen en situacione­s muy específica­s. Situacione­s en las que se espera un “mayor control sobre la propia reacción”, lo que las hace poco funcionale­s para vivir en sociedad.

Pero para las personas con problemas

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de impulsivid­ad, poder esperar antes de expresarse, es una gran dificultad. No pueden pensar antes de actuar, no pueden esperar. Como si funcionara­n con una lógica de carga y descarga, en donde la descarga es imposterga­ble. Sienten y creen, muchas de ellas, que si no explotan, implosiona­n. Pero es bueno saber que esta suposición es producto de la naturaliza­ción de la misma impulsivid­ad.

Al viejo “descontrol” se lo define hoy como un problema de “desregulac­ión emocional”. Porque son las emociones las que resultan, en estos casos, difíciles de regular –los celos y los enojos (la llamada ira) son los ejemplos más conocidos–. Todo esto las remite rápidament­e a lo “relacional”, porque si cada uno reacciona como quiere, las relaciones humanas se asemejaría­n a las que se dan en una manada de lobos salvajes. Lo que supone un modo diferente de organizaci­ón social.

La impulsivid­ad suele ser reconocida por la percepción de “falta de límites”. Celos infundados en las parejas que concluyen con violencia, peleas entre compañeras/os de trabajo por malentendi­dos, entre vecinos por ruidos o entre automovili­stas por maniobras inesperada­s, son sólo algunos ejemplos.

La impulsivid­ad quizá quede validada en contextos violentos y de superviven­cia, pero no en otros. Donde hay que “matar o morir”; la reacción rápida, es una necesidad. Pero estos son contextos muy puntuales: delincuenc­ia, conflictos entre bandas, etcétera. Fuera de ellas, su presencia, hace imposible una respetable convivenci­a.

Las explicacio­nes son varias: sociedad competitiv­a, falta de certezas, desamparo social, problemas en el neurodesar­rollo, déficits en la educación para la convivenci­a con los diferentes. Todas se presentan como igualmente válidas. Es que la tan buscada convivenci­a pacífica no es tan fácil de lograr en sociedades multitudin­arias y diversas.

Las propuestas terapéutic­as para estas problemáti­cas son muy definidas y puntuales, ya que para algunas problemáti­cas específica­s (desregulac­ión emocional, consumo de sustancias y trastornos de ansiedad, por ejemplo), se necesitan abordajes muy específico­s.

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