Los carnavales II
El último día se cantaban himnos sacros. Y todos quedaban contentos porque sus excesos eran perdonados.
El miércoles de Ceniza, en la América hispana, muchos de los “carnavaleros” despertaban como de un sueño y corrían a los templos a recibir la “ceniza de la penitencia”.
Las ciudades parecían haber sufrido un saqueo: las calles estaban sucias de vejigas y huevos rotos, bombas de barro quebradas, fruta podrida; el engrudo volvía resbalosas aceras y escalones. Se veían beodos en las plazas, y en las iglesias, algunas máscaras rezaban boca abajo, los brazos en cruz.
Llegaba por fin el entierro del carnaval, al que llamaban, entonces, “nuestro querido difunto”, representado por un estrafalario muñeco sobre una angarilla, transportado entre cantos por hombres disfrazados de “lloronas”.
Las órdenes religiosas no intervenían, pero se encargaban de recoger heridos, locos y opas que habían escapado del control familiar, de socorrer enfermos abandonados por sus cuidadores.
Terminado el entierro, comenzaba el jubileo de san Carlos Borromeo, con el que se desagraviaba al Señor por tantos desórdenes. Duraba tres jornadas y en Córdoba, los jesuitas le dieron el rigor de una Semana Santa adelantada: ricos y pobres acudían a los sermones y después de oírlos, se confesaban y comulgaban.
El último día se cantaban himnos sacros con los altares adornados como si fuera Pascua: “Y todos quedaban contentos porque sus excesos habían sido perdonados”.
Raúl Cortazar, en El carnaval calchaquí, lamenta que en el Valle se hayan perdido, para la primera mitad del siglo XX, las fiestas de despedida del carnaval: la palabra cacharpaya –que antes tenía aquel significado– se aplicaba, ya entonces, a cualquier despedida.
Sin embargo, aclara, cacharpaya se relaciona con el famoso Puljllay de La Rioja y Catamarca, “donde suele ser obligado el coronamiento del carnaval”.
Adán Quiroga creía que la figura del Pujllay, representado en una urna de Andalgalá, era un festivo dios de la olvidada mitología diaguita. Y en la descripción de este casi olvidado personaje, reconocemos el parecido con el monigote que, en Córdoba, se enterraba al concluir el carnaval: “El aspecto general es el de un viejo andrajoso, vestido con piltrafas y harapos”. Tenía el tamaño de un hombre, lo coronaban con albahaca y nunca le calzaban ojotas, sino botas; nunca llevaba gorro tejido, sino sombrero, detalles que lo relacionan con lo español. Se encargaba de fabricarlo un viejo bromista, que lo entregaba a los jóvenes del poblado; ellos lo montaban en un burro o una mula chúcara, un chivo malhumorado, al que vendaban la cabeza. Al animal le incomodaba aquel bulto y en cuanto le sacaban la venda, corría corcoveando mientras el muñeco saltaba como un ebrio sobre el apero.
Generalmente, le colgaban unas alforjas que los vecinos llenaban con ofrendas. Luego del paseo, que duraba horas, lo enterraban bajo un tacu –algarrobo– para que resucitara al año siguiente. Se lo acostaba en la tumba con las alforjas y le añadían frutos y hortalizas para que duplicara la cosecha, le lloraban sentidamente y luego cada uno de los presentes echaba sobre él un puñado de tierra. Y mientras se disponen a retomar el trabajo diario, se iban cantando una copla: Ya se ha muerto el carnaval! Ya lo llevan a enterrar. Échenle poquita tierra: ¡que se vuelva a levantar!
Sugerencia: Visitar museos de arqueología, se maravillarán: Juan B. Ambrosetti, San Telmo (Bs. As.), allí estaba el Pujllay; Arqueológico Inca Huasi (La Rioja); Adán Quiroga (Catamarca); Camín Cosquín (Cba.) •