Rumbos

El libro sin tiempo

- POR CRISTINA BAJO

Mi relación con la pintura comenzó cuando era muy chica, con las preciosas ilustracio­nes de los cuentos de hadas, bosquejos a lápiz de mi padre, rostros de niños en carbonilla que dibujó mamá. Pero el gran momento llegó cuando le regalaron a papá un libro traído de los Estados Unidos, en 1947: encuaderna­do en tela color rosa viejo, de gran formato y excelentes reproducci­ones.

Tenía casi un centenar de cuadros con comentario­s sobre el autor y la obra firmados por novelistas y pensadores de todas las épocas.

Ese libro maravillos­o para nosotros está irremediab­lemente unido al recuerdo de mi madre, sentada en la rústica mesa de una cocina ennegrecid­a de hollín, con la “gata vieja” que dormía, en verano, dentro del horno superior, y en invierno, entre la leña, a un costado de la cocina de hierro.

Allí imperaba el olor a chocolate recién hecho o a los pegajosos caramelos de azúcar amarronada que mamá hacía sobre la plancha de la cocina y retiraba con una espátula.

Nos acomodábam­os dos a cada lado de ella: yo con mi hermana Eugenia, Eduardo con mi hermano Pedro. Ramiro aún estaba en el cochecito y Nenúfar aún no había nacido. Carozo y yo éramos los mayores y debíamos atender a los más pequeños: que no manotearan las hojas y las rompieran sin querer, que no las mancharan, que no volcaran su tazón de leche. Mamá –ahora caigo en cuenta de que era muy joven– nos explicaba a través de aquellas láminas historias de héroes y dioses griegos, de mujeres perversas –Salomé, Lucrecia Borgia– o de santas –la virgen María, santa Casilda– o de lugares: nos enseñaba, a través de los cuadros, qué era un bosque, y la diferencia con la jungla.

Recuerdo que amaba a Corot y sus paisajes de la campiña francesa, y que yo recortaba de las revistas que le llegaban, las láminas de mejor o peor calidad que venían en las páginas centrales. Las de la revista Atlántida eran satinadas y tenían mejor color; las de Maribel o Para Ti eran en papel áspero y rotundamen­te coloridas.

Como he contado otras veces en estas páginas, aún conservo algunas y cada tanto, cuando siento nostalgia de mi infancia, de las sierras, cuando el recuerdo de mi madre se me impone en octubre al ver los chicos vendiendo en las avenidas jazmines del Cabo –su flor preferida– las busco febrilment­e y me quedo mirándolas. Y me pregunto qué hice con las otras, perdidas irremediab­lemente.

Cuando crecí, busqué mis propios libros de arte, y tengo encicloped­ias, atlas o historias de la pintura. Mis amigos suelen regresar del extranjero con un libro de íconos griegos en una bella edición, o con un álbum de acuarelas de jardines ingleses; o mis preferidos, prerrafael­istas y victoriano­s, comprados en la Tate, de Londres, que ya no conoceré.

A veces, mientras armo mi propia galería de arte buscando imágenes de todas las épocas en mi computador­a, pienso qué feliz hubiera sido mamá si pudiera ver tantas cosas que le atraían ante sus ojos, con sólo tocar un botón, una tecla o escribir un nombre. Aunque, como me dijo una vez, antes de que se inventara la computador­a: “Hay algo estimulant­e en eso de esperar una semana, quince días, un mes para que llegue algo que deseas”.

Sugerencia­s: 1) Iniciemos a los niños de la familia en el arte; hay una hermosa colección en librerías sobre autores, museos o cuadros famosos. 2) Comprémosl­e témperas y pinceles; armemos un espacio para que pinten. 3) Para mamá: en octubre, no olvidamos regalarle sus flores preferidas. Si ya no está con nosotros, elijamos una planta para nuestro patio.

En la cocina donde mamá nos leía sobre Salomé o Lucrecia Borgia, imperaba el olor a caramelo recién hecho y chocolate.

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