Rumbos

Guía mínima para novelar

El oficio puede ayudarnos, como mucho, a no cometer grandes errores, pero el resto es sólo incertidum­bre.

- POR CRISTINA BAJO

¿Cómo nace el deseo de escribir, de unir cuantas palabras en un papel, en la pantalla de un ordenador, sintiendo que podríamos vender el alma a cambio de concebir un relato que perdure en la memoria del lector? ¿Quizás por una experienci­a decisiva, de aquellas que amenazan cambiarnos el destino?

Pero muchas veces esas “experienci­as decisivas” no son las que nos inspiran a escribir, en tanto que una noticia leída en un periódico viejo, un relato escuchado en nuestra infancia, el recuerdo de una remota tarde de invierno, acaban convirtién­dose en episodios fundamenta­les; episodios sobre los que volvemos reiteradam­ente, como si fueran enigmas que debemos resolver. Con el tiempo, ese ejercicio nos convertirá en escritores.

Un escritor, ante todo, debe saber cuál es su mundo, cuáles son sus debilidade­s y sus capacidade­s, y permanecer dentro de esos límites. O, como decía Gustave Flaubert: el escritor ha de intentar encontrar el tema que conecte con su temperamen­to y encontrarl­o, según él, podía ser, tristement­e, sólo cuestión de suerte.

El oficio –cualquier oficio– es esa sabiduría difusa, grande o pequeña, que uno va adquiriend­o tras muchos años de dedicarse a lo mismo, y cuya mayor fuerza se fundamenta no en los estudios, sino en la intuición. Pero el oficio no es algo que, una vez aprendido, nos asista para siempre, pues lo que se aprende al escribir una novela, puede que no nos sirva para la siguiente.

Por lo tanto, quienes escribimos tenemos que reinventar­nos constantem­ente, renovar nuestra destreza, pues corremos el peligro de que la rutina sustituya a la creativida­d: cuando esto sucede, caemos en la inercia de lo que establecim­os como regla una vez: nuestros personajes no tendrán vida propia, serán remedos de aquellos que, por primera vez, imaginamos o, peor aún, de esos que deambulan en películas predecible­s.

El oficio puede ayudarnos, como mucho, a no cometer grandes errores, pero el resto es sólo incertidum­bre. “Se hace relato al escribir”, dijo alguien cuyo nombre no recuerdo. Sin embargo, hay una luz al final del túnel: donde termina el oficio, empieza algo indefinibl­e que podríamos llamar “encanto” o, mejor aún, “una buena historia”.

A la novela se le pueden perdonar todos los defectos menos uno: la falta de un relato atractivo. Una novela se hace fundamenta­lmente con escenas. Los que saben dicen que las escenas son lo más importante a la hora de novelar, porque a través de ellas se van desarrolla­ndo las necesarias vivencias de los personajes.

En general, si de novela se trata, me gusta dividirla en capítulos: es una pausa que descansa la mente y la vista del lector, predisponi­éndolo a esperar el momento de retomar la lectura.

Es importante, y en ello debemos poner nuestro mayor empeño, narrar lo que ya se ha narrado –y recreado miles de veces– de manera que parezca diferente, pero al mismo tiempo, verosímil.

Podemos escribir hermosas frases, pero solamente cuando esas frases correspond­an a una escena bien estudiada, eficaz en cuanto a lo que queremos expresar, es cuando cruzamos la línea que limita el “escribir bien” o el concebir una buena trama.

Sugerencia­s: 1) Llevemos siempre con nosotros una libreta y una lapicera: a través de la ventanilla de un taxi, de un ómnibus, mientras tomamos un café mirando hacia la calle, veremos cosas que nos inspirarán escenas, resolverán una duda. 2) Vargas Llosa, García Márquez, E. M. Forster, Nabokov, Graham Greene (Vías de escape), tienen obras sobre el oficio de escribir. •

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