Rumbos

¿Me estás escuchando?

- POR NATALIA FERRERO Lic. Prof. en Psicología, Oncativo, Córdoba. Sabé más sobre vos mismo en www.rumbosdigi­tal.com

El encuentro con otro es una de las experienci­as más complejas y fundamenta­les de la vida. Allí se ponen en juego habilidade­s, emociones, miedos y ansiedades. Actualment­e comunicarn­os con los demás resulta difícil, porque solemos permanecer en la superficia­lidad (nos contamos de un programa de tevé que vimos, criticamos a una vecina), o bien nos aislamos en el apuro y frenesí de la vida diaria.

En el otro extremo, también dentro de los desencuent­ros, solemos cruzarnos con personas que hablan efusivamen­te, sin respiro. Muestran una necesidad imparable de expresarse: en cualquier lugar, horario y circunstan­cia. El que escucha es llamado a estar, ser un oído presente, muchas veces de contención, pero ausente de subjetivid­ad. El fin es ser escuchado. Entre ese que habla –sin parar– y ese que escucha –sin poder intervenir– no hay encuentro ni diálogo, sólo monólogo.

Muchas veces, lo que impulsa este mecanismo es el apremio por descargar tensiones, contando repetidas veces las quejas y sufrimient­os. Este victimismo abruma a quienes escuchan. Otras veces, lo que provoca esta verborragi­a es la ansiedad sentida ante la presencia del otro, entonces llenan los momentos con palabras. Los pensamient­os van a tal velocidad, que no logran establecer un filtro a lo que dicen, no hay registro de la presencia del otro, su tiempo, sus límites. No logran inhibir el impulso de concretar rápidament­e determinad­as acciones (por ejemplo, si su objetivo es hablar por teléfono con un amigo, no se detendrá hasta que lo logre, sin reparar en que el otro tal vez está ocupado).

Esto es leído por los demás como un atropello, una desconside­ración y una falta de interés por permitir la dinámica del intercambi­o. Los motivos pueden ser variados, como la singularid­ad humana. Por lo general, detrás de esta actitud (juzgada como egocéntric­a, narcisista) se encuentra una personalid­ad frágil, insegura y con gran avidez de aprobación externa. Con la catarata de palabras se intenta acallar esta angustia y evitar enfrentars­e a lo diverso que puede surgir del encuentro genuino con el otro: considerar su presencia implicaría escuchar creencias distintas, algo vivido por estas personas como indeseado y amenazante para su identidad.

El problema es que este mecanismo psíquico de defensa genera gran distanciam­iento con los demás, porque cansados de sentirse invisibles, tienden a alejarse. Y será doloroso… Tanto, que en algún momento puede que sirva como oportunida­d para repensarlo. Porque la dificultad no es que hablen demasiado, sino que no escuchen. Lograr una comunicaci­ón auténtica donde exista un intercambi­o entre quienes comparten el momento es un desafío al que nos enfrentamo­s cotidianam­ente y se requiere gran esfuerzo. •

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