¿Me estás escuchando?
El encuentro con otro es una de las experiencias más complejas y fundamentales de la vida. Allí se ponen en juego habilidades, emociones, miedos y ansiedades. Actualmente comunicarnos con los demás resulta difícil, porque solemos permanecer en la superficialidad (nos contamos de un programa de tevé que vimos, criticamos a una vecina), o bien nos aislamos en el apuro y frenesí de la vida diaria.
En el otro extremo, también dentro de los desencuentros, solemos cruzarnos con personas que hablan efusivamente, sin respiro. Muestran una necesidad imparable de expresarse: en cualquier lugar, horario y circunstancia. El que escucha es llamado a estar, ser un oído presente, muchas veces de contención, pero ausente de subjetividad. El fin es ser escuchado. Entre ese que habla –sin parar– y ese que escucha –sin poder intervenir– no hay encuentro ni diálogo, sólo monólogo.
Muchas veces, lo que impulsa este mecanismo es el apremio por descargar tensiones, contando repetidas veces las quejas y sufrimientos. Este victimismo abruma a quienes escuchan. Otras veces, lo que provoca esta verborragia es la ansiedad sentida ante la presencia del otro, entonces llenan los momentos con palabras. Los pensamientos van a tal velocidad, que no logran establecer un filtro a lo que dicen, no hay registro de la presencia del otro, su tiempo, sus límites. No logran inhibir el impulso de concretar rápidamente determinadas acciones (por ejemplo, si su objetivo es hablar por teléfono con un amigo, no se detendrá hasta que lo logre, sin reparar en que el otro tal vez está ocupado).
Esto es leído por los demás como un atropello, una desconsideración y una falta de interés por permitir la dinámica del intercambio. Los motivos pueden ser variados, como la singularidad humana. Por lo general, detrás de esta actitud (juzgada como egocéntrica, narcisista) se encuentra una personalidad frágil, insegura y con gran avidez de aprobación externa. Con la catarata de palabras se intenta acallar esta angustia y evitar enfrentarse a lo diverso que puede surgir del encuentro genuino con el otro: considerar su presencia implicaría escuchar creencias distintas, algo vivido por estas personas como indeseado y amenazante para su identidad.
El problema es que este mecanismo psíquico de defensa genera gran distanciamiento con los demás, porque cansados de sentirse invisibles, tienden a alejarse. Y será doloroso… Tanto, que en algún momento puede que sirva como oportunidad para repensarlo. Porque la dificultad no es que hablen demasiado, sino que no escuchen. Lograr una comunicación auténtica donde exista un intercambio entre quienes comparten el momento es un desafío al que nos enfrentamos cotidianamente y se requiere gran esfuerzo. •