El hombre de Arimatea
Entre los libros que mamá solía leernos cuando éramos chicos, estaba la Historia sagrada, que nos fascinaba con sus relatos: el de un joven pastor que vencía a un gigante solo con un golpe de honda, el general que derribaba los muros de una ciudad-fortaleza con un ejército de trompetas, y esas mujeres que decapitaban guerreros, aconsejaban reyes o pedían en bandeja la cabeza de un santo.
Pero la historia de José de Arimatea la encontré en aquellas revistas que, para esas mismas fechas, solían ofrecer lecturas devotas. En este caso, una Para ti en la que se decía que este personaje –como Simón de Cirene, que ayudó a Jesús a cargar el madero; o Verónica, quien secó la sangre de su rostro– rondaba a Jesús como una sombra, pero que solo se reveló en las últimas horas de su martirio.
Los Evangelios no dicen mucho más sobre él, pero por historiadores romanos de la época se sabe que José de Arimatea era un hombre rico y destacado, senador de Israel y miembro del Sanedrín, que pertenecía a la llamada “nobleza territorial” de su pueblo.
No obstante, sus actos indican que debió sentirse conmovido –como otros príncipes y doctores que luego se le unieron– por las obras de bien y la prédica del Nazareno, aunque no se atreviese a hacerlo público. Sin embargo, cuando los jueces de Israel exigieron que este fuera condenado a muerte, tanto él como su amigo Nicodemo y unos pocos más se opusieron a la sentencia.
A partir del via crucis, José de Arimatea parece perder el temor a ser señalado como uno de los simpatizantes del nuevo profeta: sigue a Jesús camino al Gólgota, presencia su martirio, se arrepiente de su tibieza o cobardía y ayuda a descender el cuerpo de la cruz. Luego, seguido por Nicodemo, se presenta ante las autoridades a pedir el cuerpo del
José pidió a las autoridades el cuerpo del ajusticiado para sepultarlo en su huerto, lugar famoso por su hermosura.
ajusticiado para amortajarlo y sepultarlo. Y no en cualquier sepulcro, sino en el que había construido para sí mismo en su huerto, lugar famoso por su hermosura.
Sus acciones se muestran como un acto de caridad ejercido sobre los restos de un paria que había sufrido una muerte infamante por defender a los pobres, acusar a los poderosos, repartir hasta sus ropas y compartir la mesa con los hambrientos; sin olvidar que había sido compasivo con aquellos que eran rechazados por la sociedad: un leproso, una meretriz, locos o endemoniados y hasta un soldado romano, enemigo de su pueblo.
Giovanni Papini, en su Historia de Cristo, denigra las figuras de José de Arimatea y de Nicodemo, llamándolos hipócritas, ya que “dan la cara cuando el peligro ha pasado”.
No concuerdo con Papini: creo que aquella hora fue la más peligrosa: al desaparecer el cuerpo de Cristo, se acusó a sus seguidores de confabular contra Roma, y se persiguió, encarceló y torturó a sus adeptos, sin contar que alguien hizo saber a los romanos que tanto José como Nicodemo se habían negado a que el galileo fuera sentenciado a morir.
Creo, para mí, que aquella fue la hora de la verdad en una historia que se repite hasta el día de hoy, a través de los siglos, en distintos pueblos, en diferentes conflictos. Y el gesto de sinceramiento de este hombre no por tardío me resulta menos valorable.
Sugerencias: 1) Para creyentes: regalar a los niños La vida de Nuestro Señor, de Charles Dickens, tomado del Evangelio de Lucas. Es un libro que puede ser leído por todo cristiano –no solo católico– y hermosamente escrito; 2) Aunque no seamos creyentes, visitemos algún templo; no por agnósticos dejará de interesarnos su arquitectura, su historia y su belleza.