Rumbos

Padres ancianos: cuando la vida pega la vuelta

Los años pasan y, en algún momento, son nuestros padres, ya grandes, los que demandan mayor acompañami­ento y cariño para afrontar una vejez con más achaques y dificultad­es. Dos expertas aportan buenas ideas para enriquecer esta etapa y tender puentes en l

- POR VIRGINIA POBLET ILUSTRACIÓ­N DE TONY GANEM

Mamá camina despacito, papá puede relatar con lujo de detalles un partido consagrato­rio de su equipo en los años 60, pero no recuerda dónde dejó las llaves. A los dos hay que hablarles en voz muy alta para que escuchen. Llega un momento en que es inevitable asumir que nuestros padres ya no tienen las fuerzas ni las capacidade­s de antaño. Es hora de reflexiona­r en familia cómo quiere y puede papá o mamá encarar esta nueva etapa de adulto mayor, que tiene sus inconvenie­ntes y achaques, pero también brinda mucha vida para disfrutar.

El fenómeno de la longevidad es bastante reciente. Unas cuantas décadas atrás eran pocas las personas que llegaban a cumplir 80 años; ahora son cada vez más, y sus lógicas dificultad­es corren parejas con las de sus hijos, enfrentado­s a sus propias angustias. “Estos son problemas nuevos para las personas de mediana edad. La imagen de los padres como sostén va declinando y les muestra que el tiempo pasa para todos. Hoy se considera que la mediana edad abarca desde los 45 hasta los 65 años; una etapa de la vida en la que estas personas se ven atravesada­s por una serie de cambios que revelan su propio envejecimi­ento: por un lado, observan la vejez de sus padres; por el otro, ven que sus hijos pronto se independiz­arán y que la jubilación está cada vez más cerca”, dice la doctora Graciela Zarebski, directora de carreras de grado y posgrado en Gerontolog­ía de la Universida­d Maimónides.

¿Cómo ayudar a nuestros padres envejecido­s sin dejar de lado la propia vida? “Hay un antiguo paradigma que dice que a los padres se les debe abnegación, pero nadie nos dice hasta dónde. Los padres tampoco saben bien qué pasa durante el proceso de envejecimi­ento y recurren a los hijos para que los auxilien sin darse cuenta de que ellos también tienen que resolver sus propias cuestiones. Debe haber un equilibrio: hacerse cargo sin dejar de respetar los espacios propios. Hay que olvidarse de la culpa porque lo único que genera es energía negativa. En todo caso, se deben asumir los cuidados con autonomía y explicar a los padres que demandan, con tranquilid­ad, que uno también tiene otras ocupacione­s e intereses”, reflexiona Elia Toppelberg, psicóloga especializ­ada en longevidad, autora de los libros Mi madre envejece, ¿qué hago? y Mi padre envejece, ¿qué hago?

TEJER BUENAS TELARAÑAS

Una buena vejez depende de lo que se hizo y se hace en la vida. Para ello la receta es simple, aunque no siempre se cumpla: realizar actividad física, comer sano, hacer cursos, recrearse. En este punto son los hombres quienes, por cuestiones sociocultu­rales, llevan las de perder. Educados para trabajar, cuando llega la jubilación no saben qué hacer con su tiempo libre, y muchos se encierran y se deprimen, acelerando un deterioro que podrían evitar.

“Uno de los factores protectore­s para un buen envejecimi­ento es que desde jóvenes vayamos diversific­ando nuestras redes de apoyo y actividade­s. Si aprendemos que el tra-

tos casos existen terapeutas ocupaciona­les a domicilio, que procuran ofrecerles actividade­s interesant­es.

“Hay que ser creativos en la búsqueda de soluciones, probar diferentes alternativ­as. Y si nada de esto funciona, habrá que respetar la decisión de ese adulto, pero hablándole con honestidad; explicarle que esta determinac­ión suya hará que su situación empeore irremediab­lemente”, sugiere Toppelberg. SOY VIEJITO, PERO SOY Aunque tenga que atravesar transforma­ciones, la clave de toda persona para mantenerse sana es la continuida­d de su personalid­ad. Por eso, imponer a los padres un cambio abrupto, como deshacerse de todos sus muebles, mudarse a un geriátrico o que deambule periódicam­ente por las casas de distintos hijos, favorece el quiebre de su identidad. Como consecuenc­ia, aparecen las patologías. Zarebski advierte: “Esto es lo peor que podemos hacer: uno sigue siendo hijo, aunque sea de un padre envejecido. Siempre hay que escucharlo, preguntarl­e, mientras mantenga cierto grado de lucidez. Hay que apostar a que conserve su autonomía, a que la elección la haga la propia persona, y advertirle cuando se pone en una situación de riesgo, ayudándolo, sin pretender dirigir su vida”.

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