Pequeñas ceremonias
Uno de los más gratos recuerdos que guardo de mi niñez y mi adolescencia son ciertas costumbres con que mis padres –especialmente mamá– marcaban algunas horas del día: era una manera de organizarnos y también de educarnos.
Aunque entonces no lo entendiéramos, después de tantos años de traer a la memoria estas pequeñas ceremonias, comencé a verlas como la matriz de una enseñanza disfrazada de buenos ratos, de cosas interesantes, de consejos divertidos.
A “las chicas”, mamá nos inició en la costura, enseñándonos a hacer, con prendas desechadas o retazos sobrantes, vestidos para nuestras muñecas, sin olvidar enseñar a los varones a pegarse un botón y quizás a zurcirse una media, pues eso es lo que hacían los cow-boys cuando se perdían en las soledades de Montana.
Consiguió que armáramos una huerta haciendo hincapié en la maravilla de ver brotar lo sembrado, en la responsabilidad de regarla o cubrirla con diarios en tiempos de heladas, de no desperdiciar ese regalo de la tierra: las frutas se comían frescas, luego en compotas, después en dulce. Sin desdeñar que era “elegante” hacer carnes a la cacerola o al horno acompañadas con ellas.
No siempre amasaba, pues, aunque vivía lejos de Unquillo, solía ir una “jardinera” que nos llevaba el pan encargado el día anterior. Pero a veces llovía o sucedía un percance, y mamá proponía: “¿Vamos a hacer pan?” Era como una invitación a jugar, así que de inmediato me ataba un delantal a la cintura –hasta hoy amo los delantales de cocina–, y los más chicos preguntaban en qué podían ayudar: buscar más leña en el monte si hacía falta (mi hermano Carozo era quien debía hacharla), Eugenia prefería poner la mesa, otro acomodar las sillas. Así, todos participaban en la tarea.
Enseñar a nuestros hijos a hacer labores o artesanías no solo les será útil en el futuro, sino que les transmite lecciones de vida.
Si el menú del día se complementaba con un puré, mamá me contaba cuántas recetas diferentes podían hacerse con él y me instaba a que yo “inventara algo”, de manera que eso me llevó a leer libros de cocina y copiar recetas –de las revistas que se compraban en casa– ,y guardarlas en carpetas de cartulina que ella armaba y cosía a máquina… cosa que seguí haciendo hasta mi madurez, para coleccionar recortes de historia o de literatura.
Una de las cosas que más nos gustaba era hacer un alto, a la siesta o a la tarde, ya en la galería, en la cocina o en el parque, y dedicarnos a coser, a zurcir, a pegar botones. Cada una de nosotras –y a veces, incluso, los varones– elegía una tarea, y mientras otro cebaba mate, ella nos contaba historias. Historias de barrio de inmigrantes, de lucha contra las adversidades, pero siempre positivas.
A pesar de que su padre murió cuando era chica, dejando a mi abuela con siete niños, sus recuerdos no eran amargos: un vecino los había ayudado en tal trance. Por suerte, mi abuela era una buena costurera o le gustaba el tejido y tenía buen gusto, o alguien aparecía ofreciéndole un trabajo al mayor de sus hijos.
Mamá era muy realista, pero creo que creció, como muchas personas enfrentadas con los imponderables del destino, intuyendo que siempre había una salida, y que era mejor ponerse a pensar en cómo solucionar las cosas en vez de lamentarse o de echarle la culpa a otros.
Una buena lección de vida que todos nosotros, sus hijos, conservamos a través de tantos problemas que, a veces a unos a veces a otros, nos han tocado.
Sugerencias: 1) Enseñemos a nuestros hijos o nietos alguna artesanía; si les gusta, quizás algún día puedan ganarse la vida con ello; 2) No es solo utilitario: es transmitir una forma de vivir. •