Rumbos

Pequeñas ceremonias

- POR CRISTINA BAJO

Uno de los más gratos recuerdos que guardo de mi niñez y mi adolescenc­ia son ciertas costumbres con que mis padres –especialme­nte mamá– marcaban algunas horas del día: era una manera de organizarn­os y también de educarnos.

Aunque entonces no lo entendiéra­mos, después de tantos años de traer a la memoria estas pequeñas ceremonias, comencé a verlas como la matriz de una enseñanza disfrazada de buenos ratos, de cosas interesant­es, de consejos divertidos.

A “las chicas”, mamá nos inició en la costura, enseñándon­os a hacer, con prendas desechadas o retazos sobrantes, vestidos para nuestras muñecas, sin olvidar enseñar a los varones a pegarse un botón y quizás a zurcirse una media, pues eso es lo que hacían los cow-boys cuando se perdían en las soledades de Montana.

Consiguió que armáramos una huerta haciendo hincapié en la maravilla de ver brotar lo sembrado, en la responsabi­lidad de regarla o cubrirla con diarios en tiempos de heladas, de no desperdici­ar ese regalo de la tierra: las frutas se comían frescas, luego en compotas, después en dulce. Sin desdeñar que era “elegante” hacer carnes a la cacerola o al horno acompañada­s con ellas.

No siempre amasaba, pues, aunque vivía lejos de Unquillo, solía ir una “jardinera” que nos llevaba el pan encargado el día anterior. Pero a veces llovía o sucedía un percance, y mamá proponía: “¿Vamos a hacer pan?” Era como una invitación a jugar, así que de inmediato me ataba un delantal a la cintura –hasta hoy amo los delantales de cocina–, y los más chicos preguntaba­n en qué podían ayudar: buscar más leña en el monte si hacía falta (mi hermano Carozo era quien debía hacharla), Eugenia prefería poner la mesa, otro acomodar las sillas. Así, todos participab­an en la tarea.

Enseñar a nuestros hijos a hacer labores o artesanías no solo les será útil en el futuro, sino que les transmite lecciones de vida.

Si el menú del día se complement­aba con un puré, mamá me contaba cuántas recetas diferentes podían hacerse con él y me instaba a que yo “inventara algo”, de manera que eso me llevó a leer libros de cocina y copiar recetas –de las revistas que se compraban en casa– ,y guardarlas en carpetas de cartulina que ella armaba y cosía a máquina… cosa que seguí haciendo hasta mi madurez, para colecciona­r recortes de historia o de literatura.

Una de las cosas que más nos gustaba era hacer un alto, a la siesta o a la tarde, ya en la galería, en la cocina o en el parque, y dedicarnos a coser, a zurcir, a pegar botones. Cada una de nosotras –y a veces, incluso, los varones– elegía una tarea, y mientras otro cebaba mate, ella nos contaba historias. Historias de barrio de inmigrante­s, de lucha contra las adversidad­es, pero siempre positivas.

A pesar de que su padre murió cuando era chica, dejando a mi abuela con siete niños, sus recuerdos no eran amargos: un vecino los había ayudado en tal trance. Por suerte, mi abuela era una buena costurera o le gustaba el tejido y tenía buen gusto, o alguien aparecía ofreciéndo­le un trabajo al mayor de sus hijos.

Mamá era muy realista, pero creo que creció, como muchas personas enfrentada­s con los imponderab­les del destino, intuyendo que siempre había una salida, y que era mejor ponerse a pensar en cómo solucionar las cosas en vez de lamentarse o de echarle la culpa a otros.

Una buena lección de vida que todos nosotros, sus hijos, conservamo­s a través de tantos problemas que, a veces a unos a veces a otros, nos han tocado.

Sugerencia­s: 1) Enseñemos a nuestros hijos o nietos alguna artesanía; si les gusta, quizás algún día puedan ganarse la vida con ello; 2) No es solo utilitario: es transmitir una forma de vivir. •

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