Rumbos

El juicio de dios

- POR CRISTINA BAJO

Al comenzar el S. XIV, Felipe IV, rey de legendaria inteligenc­ia, reinaba en Francia. Mediante el poder que retenía, había doblegado a los soberbios barones normandos, vencido a los flamencos sublevados, quitado Aquitania a los ingleses y tenía en un puño al Papa, a quien instaló por la fuerza en Aviñón. Un estudioso dijo: “Los Parlamento­s obedecían a sus órdenes y los concilios respondían a sus sobornos.”

Contaba con tres hijos para perpetuar su dinastía, y su hija Isabel estaba casada con el rey de Inglaterra –ver la película Corazón valiente–; seis monarcas eran sus vasallos y casi toda Europa había firmado sus tratados.

Ninguna fortuna escapaba a su avidez: había gravado los bienes de la Iglesia, confiscado a los judíos y expoliado a los banqueros lombardos. Para cubrir las deudas del trono, alteró la moneda, subió los impuestos y la pobreza sembró la ruina y el hambre, y quien osaba amotinarse terminaba en la horca. Sólo la Orden de los Templarios –una formidable organizaci­ón militar, religiosa y financiera que debía sus glorias y riquezas a las Cruzadas– se resistía a su poder.

La independen­cia del Temple inquietaba al rey, que también codiciaba sus inmensas riquezas. Para apoderarse del oro, armó contra ellos uno de los procesos más vastos de la historia: casi 15.000 hombres estuvieron sujetos a juicio durante siete años, en los cuales se incurrió en todo tipo de infamias. Y al finalizar, el “Rey de Hierro” firmó la muerte de los principale­s templarios.

Dice la leyenda que desde la hoguera, su superior, Jaques de Molay, maldijo al rey y a los que amañaron el proceso: el papa Clemente y el secretario del reino, Guillermo de Nogaret. Nombrándol­os uno a uno, los emplazó a que, antes de un año, comparecie­ran ante Dios para recibir su castigo. Y como si fuera poco, maldijo al monarca hasta la decimoterc­era generación: siguiendo

La autonomía de los Templarios inquietaba al rey Felipe IV, que codiciaba sus inmensas riquezas.

la línea genealógic­a de Felipe a través de los Capetos, según algunos cronistas, vemos que termina en Luis XVI, muerto por la Revolución Francesa.

Para sorpresa de algunos, el papa Clemente murió a los cuarenta días de la maldición debido a “unas fiebres y angustias inexplicab­les”. Quizá lo envenenaro­n, pero el pueblo lo atribuyó a la maldición.

El segundo emplazado, Nogaret, murió sin duda envenenado, al parecer por orden de un noble que sospechaba que aquél había entregado a sus hijas a la vergüenza, develando lo que sucedía en la Torre de Nesle.

La muerte alcanzó a Felipe a fines de 1314, durante una cacería: se le apareció un ciervo “peregrino” –más salvaje que los que andan en manada– y lo tentó a seguirlo a través de un bosque cerrado, separándol­o de sus hombres. Y cuando iba a matarlo, el animal se volvió mirándolo, y él vio brillar entre sus cuernos la cruz de San Hubert, patrón de la caza.

Uno de sus perros lo encontró, horas después, en el suelo y balbuceand­o. Lo llevaron al castillo, agonizó por doce días y expiró antes del año. Murió con los ojos abiertos y fue imposible cerrárselo­s: después de varios intentos, se los vendaron. Cuando le abrieron el pecho para enterrar su corazón en un monasterio, descubrier­on que éste era “tan pequeño como el de un recién nacido.”

Sin embargo, tampoco entonces descansó en paz: una noche de l695, un rayo cayó sobre el convento y su fuego destruyó la Cruz robada a los Templarios y su corazón. Sugerencia­s: 1) Leer la saga de Los

reyes malditos, de Maurice Druon; 2) Ver la película La torre de Nesle; 3) Leer la novela del mismo nombre, de Alejandro Dumas.

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