Rumbos

Hombres de hierro

Esta es la historia de Leonid Rogozov, un cirujano soviético que extirpó su propio apéndice.

- POR VICTOR T. LAURENCENA

Un día de abril, Leonid Rógozov comenzó a sentir fiebre y náuseas. Luego, llegó un fuerte dolor en el costado derecho de su abdomen. Era una apendiciti­s que requería una cirugía urgente. Pero lamentable­mente no había ningún hospital cerca; Rógozov, de apenas 27 años, estaba en el medio de la Antártida y era el único cirujano en 1.600 kilómetros a la redonda. Él y otras once personas eran parte de la 6ta Expedición Antártica Soviética, enviada para construir la estación Novolazare­vskaya. La terminaron en febrero de 1961 y se quedaron allí para pasar el invierno. Pero en abril todo cambió. “Parece que tengo apendiciti­s”, escribió Rógozov en su diario. “No le dije a nadie, incluso sonrío. ¿Para qué asustar a mis amigos? ¿Quién podría ayudarme?”. Para llegar habían navegado 36 días, pero el mar ya se había congelado y el barco no podía regresar hasta el año siguiente. Volar también era imposible por las tormentas de nieve. Estaba entre la espada y la pared, sabía que su apéndice iba a reventar en cualquier momento y que ése sería su fin. “Tengo que pensar en la única salida posible, operarme a mí mismo. Es casi imposible, pero no puedo darme por vencido”, escribió. Él era una persona metódica: Artemev, meteorólog­o, haría de instrument­ista; Teplinsky, mecánico, sostendría un espejo para poder ver lo que hacía; y el director de la estación, Gerbovich, estaría allí por si alguno de los otros dos se desmayaba. Como sabía que el espejo no sería de gran ayuda, decidió trabajar sin guantes y servirse también del tacto. Usó procaína como anestesia local y el primer paso fue hacerse un tajo de 12 cm. “El sangrado era intenso, pero me tomé mi tiempo... Al abrir el peritoneo, dañé el intestino y tuve que coserlo”, escribió. “Me sentía más y más débil, mi cabeza giraba. Cada cinco minutos descansaba 20 segundos”. Gerbovich, por su parte, contó: “Rogozov estaba calmo y enfocado en su trabajo, pero la transpirac­ión corría por su rostro y a cada rato le pedía a Teplinsky que le seque la frente”. Finalmente, tras casi dos horas, pudo remover su apéndice, que no hubiera durado un día más sin estallar. Dos semanas después ya estaba recuperado, pero recién pudo volver a Moscú un año más tarde, donde pasó a ser un engranaje más de la maquinaria de propaganda. “Se estableció un paralelism­o con Gagarin [el primer hombre en llegar al espacio] porque tenían la misma edad, venían de la clase trabajador­a y lograron algo inédito en la historia. Eran prototipos del superhéroe nacional: guapos, sonrientes, buenos tipos, pero con una determinac­ión de hierro”, explicó su hijo Vladislav. Pero su padre no quería atención y de inmediato volvió al trabajo que tenía antes de ir a la Antártida. Falleció en San Petersburg­o en el 2000. •

“TENGO QUE PENSAR EN LA ÚNICA SALIDA POSIBLE, OPERARME A MÍ MISMO. ES CASI IMPOSIBLE, PERO NO PUEDO DARME POR VENCIDO”.

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