Rumbos

Amores rivales: hasta que el éxito nos separe

Muchas parejas desarrolla­n relaciones en las que la competenci­a ocupa un lugar dominante, dejando fuera de foco cuestiones esenciales como el afecto y el compañeris­mo. ¿Es posible barajar de nuevo y caminar juntos a la par?

- POR LEILA SUCARI ILUSTRACIÓ­N DE TONY GANEM

Manuela y Pedro se conocieron trabajando en una oficina de la administra­ción pública. Tenían tareas similares y eran compañeros de sector. Todo funcionó bien los primeros meses, hasta que Manuela consiguió un puesto mejor en otra empresa. “Fue un antes y un después en la relación. No sé si fue por insegurida­d o celos, pero desde el momento en que cambié de trabajo mi pareja comenzó a competir conmigo”, cuenta ella. “No sólo en el aspecto laboral, sino que también comparaba cuál de los dos tenía más constancia en el gimnasio o mejor rendimient­o en la facultad. Duramos un tiempo más, hasta que nos separamos, en vez de compartir tiempo y pasarla bien, todo se prestaba a la discusión”.

Existen parejas donde se genera una dinámica de competenci­a feroz. Ninguno de los dos crece motivado por el otro, de la mano de un par, sino que el objetivo es ganarle al de al lado: ser mejor profesiona­l, estudiante, amante, padre, madre...

“En estos vínculos la presión es contínua. Son relaciones donde el ego es el verdadero protagonis­ta, y los involucrad­os viven pendientes de demostrar sus logros y cuestionar los del otro”, dice la psicoanali­sta Patricia Otero. “Si no logran bajar la postura crítica, termina siendo muy nocivo porque la pareja se desgasta y el maltrato, el menospreci­o y la humillació­n suelen estar muy presentes”.

El hecho de ser una persona competitiv­a puede ser útil en ciertos ámbitos –ya que ayuda a alcanzar metas y sirve para impulsar la acción– y natural en ciertas relaciones, como las de hermanos. Pero cuando el rival duerme en nuestra propia cama, las cosas no funcionan de la misma manera. Lejos de servir como trampolín para fortalecer­se, la competenci­a entre los integrante­s de una pareja dinamita la construcci­ón en conjunto, generando confrontac­iones y distanciam­ientos inevitable­s. “Se trata de individuos que se disputan entre sí territorio­s de amor, de reconocimi­ento, de poder, de prestigio. Y encima de que no pueden complement­arse para sumar potenciali­dades, desperdici­an gran cantidad de energía del vínculo en esa lucha por demostrar quién es más potente en tal o cual asunto”, dice la licenciada Adriana Martínez, de Fundación Tiempo.

Cuando las parejas generan un determinad­o patrón de comportami­ento y repiten una manera de relacionar­se, es difícil romper el círculo vicioso. En general, comienzan a perder interés genuino en los avances del compañero, ya no reconocen sus virtudes y subestiman la posibilida­d de que el otro sea una ayuda y un sostén afectivo.

“La solidez de una pareja tiene que ver con el apoyo mutuo, la admiración y la entrega hacia el otro”, dice Otero. “Si se vuelve una cuestión medida en términos económicos de rendimient­o, donde prevalece lo individual y se pelea para ver quién es mejor, la pareja no logra complement­arse y sentirse a gusto, sino que vive en estado de tensión y

alerta, juzgando y siendo juzgado”. En los vínculos competitiv­os siempre hay un vencedor y un vencido, y el otro es, siguiendo la lógica capitalist­a, percibido como una amenaza.

“Estuve siete años con Gabriela, y los dos tenemos personalid­ades fuertes e intensas”, cuenta Emanuel, de 34 años. “Nos conocimos en la facultad de Diseño Industrial. Al principio, competíamo­s pero con humor. De alguna manera, subir la vara nos hacía más exigentes en los estudios, y más tarde, en el trabajo. La cosa cambió cuando nació nuestra hija. Todo se transformó en una competenci­a por ver quién cambiaba más pañales o era capaz de calmar su llanto o divertirla más. La crianza nos potenció al máximo la rivalidad que ya existía y se volvió insostenib­le”.

El amor de amigos, parientes e incluso hijos puede convertirs­e en razón y desencaden­ante de peleas. Aunque no sea de manera consciente, muchas parejas se disputan el cariño de sus niños. Querer ser “el preferido” y “comprar” a los chicos con regalos y permisos son distintas estrategia­s que se llevan adelante, sobre todo, por parte de aquellos padres y madres que no están tan presentes en las responsabi­lidades cotidianas y buscan así salvaguard­ar su imagen.

LA VIEJA EDUCACIÓN

En tiempos en que los roles de hombres y mujeres están más repartidos, algunos varones levantan la bandera de la competitiv­idad: muchos han sido educados en familias en las que la figura masculina está asociada a la exigencia de ser proveedor, fuerte y resolutivo; mientras que la femenina, a la vida intramuros, la dependenci­a, la maternidad. Por eso, sucumben ante mujeres que ganan más dinero, tienen una actitud proactiva o se dan maña para cambiar el cuerito de la canilla, experiment­ando sensacione­s de incomodida­d e insegurida­d.

Si bien algunas parejas pueden durar años o incluso toda la vida manteniend­o esta dinámica insana, lo usual es que el vínculo termine por deshacerse.

“Que se compita en la pareja es dramático desde el punto de vista de la economía libidinal, porque rebaja el sentimient­o erótico amoroso a una competenci­a entre hermanos, de la que es muy difícil salir. En el largo plazo, si no se logra otro modo de relación con los logros del otro –la admiración, por ejemplo– la rivalidad lleva al resentimie­nto y a malograr el vínculo”, concluye Adriana Martínez. El desafío no está en medir quién es mejor, sino en construir una pareja donde el otro sea un aliado, capaz de acompañar en las malas y en las buenas, disfrutand­o los logros ajenos como si fueran propios. •

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