Rumbos

El factor humano

- POR CRISTINA BAJO

Muchas veces, la vida diaria se encarga de darme temas para esta columna. El hecho de haber visto la película Medea, de Pasolini, me recordó una serie de clases que di, que incluían una breve Historia del Teatro. Para los que no lo saben, este comenzó en la Antigüedad, con las fiestas del dios Baco que se daban para la época de la vendimia, donde los asistentes bailaban y cantaban, sacrifican­do animales y entregándo­se a algunos desbordes.

Pasaron siglos hasta que se introdujo en aquel coro un relato, al principio desarrolla­do por un solo personaje. Luego este acto se separó de la celebració­n y ganó su propio espacio.

En una Historia del Teatro encontré lo que podríamos llamar la Santísima Trinidad de sus orígenes: Esquilo, Sófocles y Eurípides.

Esquilo fue el creador de la tragedia clásica, quien la revistió de grandeza y le dio un sello épico; Sófocles le insufló el acento dramático, y Eurípides se esforzó en imprimirle un carácter patético.

Patético. Mala palabra en nuestros días, peor aún que nostalgia. Pero no siempre debió ser así, pues no tendríamos sinfonías y sonatas de grandes músicos que llevan el subtítulo de “Patéticas”, así que fui al diccionari­o y encontré esta definición: “Dícese de lo que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiénd­ole afectos vehementes, con particular­idad dolor, tristeza o melancolía”.

Por lo tanto, al rechazar lo patético, no sólo rechazamos el teatro griego, sino también a Shakespear­e, a Beethoven, a Tchaiskows­ky, a Chopin, a José Asunción Silva, a Delmira Agustini, a Tosca, a Dickens…

Pero di con la definición de tragedia, que es “la composició­n dramática cuya acción es de elevado carácter, excita a la compasión y produce terror”.

La compasión trágica es un sentimient­o pasivo, de

Mediante las obras de teatro, el público hacía catarsis, se libraba de culpas y pecados, se purgaba de sus errores.

aflicción por los sufrimient­os ajenos que no pueden remediarse; el terror trágico, en cambio, implica relacionar­se de un modo intuitivo y misterioso con el hecho que lo produce.

No es el espanto y el horror que nos producen las catástrofe­s reales; es un terror diferente, destinado, según los griegos, a la purificaci­ón del alma. Y ese era el objetivo de la tragedia griega; tomar la perturbaci­ón y restablece­r la armonía moral y social.

La perturbaci­ón era producida por extravíos y excesos personales, pero el Destino –no el destino ciego, sino una especie de Providenci­a que nos impulsa a auto aniquilarn­os para domar las pasiones y elevarnos a una esfera superior– hace que nuestra desgracia y el castigo merecido restablezc­an la armonía.

Desde entonces, la justicia –divina o humana– afinaba el equilibrio en la sociedad lastimada o injuriada por algún hecho atroz.

Encontré unas palabras de Aristófane­s que explican por qué el teatro, el antiguo o el nuevo, sigue convocando a tanta gente. Él decía que mediante las obras de teatro, el público hacía catarsis, se libraba de culpas y pecados, se purgaba de sus errores. Y podríamos agregar que los remedios llamados “catárticos” son los que purgan nuestro organismo cuando estamos intoxicado­s.

Otra palabra interesant­e: catástrofe, el desenlace de la tragedia. Para que se produzca la emoción trágica de que hablábamos, no es necesario que intervenga­n en la acción grandes personajes históricos o legendario­s: basta la verdad y la fuerza de las pasiones: el factor humano del que hablaba Graham Greene.

Sugerencia­s: 1) .ever alguna obra que hayamos disfrutado; 2) Participar en el teatro de los Centros de Jubilados; 3) Leer El cuarto en que se vive, de Greene, traducida por Victoria Ocampo.

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