Rumbos

Algo más que animales

- POR CRISTINA BAJO

Ami familia siempre le han gustado los animales y a mí, los gatos. Me fascinan debido a una experienci­a que tuvimos con mi hermano Eduardo cuando éramos muy chicos. Vivíamos entonces a unos metros de la calle Castro Barros, cerca de la casa de la tristement­e inolvidabl­e Martita Stutz, aquella niña que desapareci­ó mientras iba a comprar el Billiken un día de 1938.

Esa vivienda –la nuestra, que todavía existe– tenía una terraza con una habitación que no se usaba. Un día en que mamá se descuidó –entre mi hermano y yo no sumábamos ni diez años– subimos a la terraza, y cuando nos asomamos por la puerta de aquel cuartucho, vimos algo que, no sé a él, pero a mí me pareció extraordin­ario: en un colchón infame, entre varios muebles viejos, estaban acostados un montón de gatos de variados tamaños y pelajes.

Apenas nos vieron, salieron disparados por las ventanas rotas y entre nuestras piernas, desapareci­endo en los techos vecinos. Mamá oyó algo, subió preocupadí­sima y luego de sacudirnos un poco nos llevó al piso de abajo. Poco después, mi abuelo, que vivía a pocas cuadras, instaló al pie de la escalera una puerta de madera con un candado.

Tiempo más tarde, nos mudamos a nuestra primera casa propia, un bonito chalet en Barrio General Paz, cerca del río. Allí no tuvimos gatos ni perros, pero nos encariñamo­s con los de nuestros abuelos, algo he contado en El Libro de los Recuerdos o en Postales en el Tiempo.

Poco después, nos mudamos a Cabana con la promesa de que allí podríamos tener cuanto animal quisiéramo­s. Por entonces, ya habían nacido mi hermana Eugenia, a quien llamábamos “Pingüina”, y mi hermano Pedro.

Entonces sucedió una de esas cosas mágicas que me han marcado la vida: al correr con Eduardo para ver el patio de la casa, mientras mamá se ocupaba de los más chicos y papá hablaba con los hombres de la mudanza, me encontré por primera vez con un zorro, que se ha convertido en mi animal espiritual por más fama de sinvergüen­za que tenga.

A la mañana siguiente, tuvimos otro pequeño milagro: en el patio al que daba la cocina a leña, nos esperaba una gata negra, flaca y vieja –hasta tenía canas, decía papá– que había quedado en el caserón como un espíritu guardián.

No pararon ahí las sorpresas: quizás un año después, Eduardo y yo –inseparabl­es– tuvimos un encuentro con un puma, a menos de tres metros, mientras tomaba agua en el vado del bajo.

El arroyo tenía sus maravillas: estaba repletos de mojarras, algunas con un toque dorado, de renacuajos evasivos y de las feas “viejas del agua”, chatas, redondeada­s y con cola, que se escondían bajo la arena del cauce.

Nuestra niñera, una chica del lugar llamada Clara, a la que recuerdo hasta hoy con cariño, nos enseñó a cuidarnos de las víboras, que abundaban, pero nunca nos picaron.

Al instalarno­s en esa casa, recuerdo que encontramo­s una víbora de coral enroscada dentro de una anticuada mesa de luz, del que sería nuestro dormitorio infantil. Clara nos enseñó a distinguir el espécimen peligroso de la llamada “falsa coral”, que no es serpiente, sino culebra.

Papá cumplió su promesa y tuvimos nuestro primer perro: era un ovejero belga que nos cuidaba junto con algunos cuscos que se aquerencia­ron en casa.

Los chelcos y otras lagartijas menos plateadas y más coloridas nos encantaban, así como le temíamos al San Jorge de alas rojas, cuya picadura era terrible, o a las grandes mariposas negras del verano que, decía Clara, eran almas muertas.

El día que nos mudamos a Cabana ocurrió algo mágico: me encontré por primera vez con un zorro, desde entonces mi animal espiritual.

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