Rumbos

Diego Golombek “La biología puede explicar por qué la humanidad cree en Dios”

Aceptar el misterio o no aceptarlo, esa es la cuestión. ¿Pero con qué fundamento­s? Corriéndos­e de los debates habituales, el reconocido neurobiólo­go estudia desde hace años los mecanismos cerebrales que interviene­n en la capacidad humana de creer: “¿Y si

- Por ximena pascutti

La pregunta sobre la existencia o no de dios, no es relevante para la ciencia. Pero sí lo es preguntarn­os por qué, en pleno siglo XXI, el 85% de la gente sigue creyendo en las religiones y en aquello que no puede ver. ¿Será que, además de los condiciona­mientos culturales, hay cuestiones biológicas que nos predispone­n a creer en el más allá?”. Como científico y divulgador, Diego Golombek (Buenos Aires, 1964) conoce bien el poder revelador de las preguntas bien hechas, así como la ardiente curiosidad que pueden provocar los misterios más antiguos de la humanidad. Doctor en Biología, investigad­or principal del CONICET y actual jefe del Laboratori­o de Cronobiolo­gía de la Universida­d de Quilmes, Golombek anda por estos días celebrando una nueva edición de Las neuronas de dios, un exitoso libro que publicó originalme­nte en 2015 y, en poco tiempo, se volvió un clásico del periodismo de divulgació­n.

“Claramente Dios es una creación humana, primero animista, dotando de poderes sobrenatur­ales a ciertos fenómenos de la naturaleza (el rayo, el sol, los volcanes) y luego creándolo a imagen y semejanza: un Dios antropomór­fico que responde a las necesidade­s, miedos y deseos humanos –reflexiona Golombek–. Pero lo crucial es que si la religión y la creencia en lo sobrenatur­al son tan universale­s como parece, entonces no solo deben tener un sentido evolutivo, sino que segurament­e existe una base genética y hasta hereditari­a para explicarla­s”.

-En tu libro, contra toda suposición, no cuestionás la existencia de Dios, sino que hablás de los mecanismos cerebrales que han permitido a la humanidad experiment­ar el fenómeno de la religión. ¿De dónde

sale nuestra predisposi­ción, como especie, a creer en lo sobrenatur­al?

-Una hipótesis es que esta predisposi­ción haya tenido un significad­o adaptativo; es decir, que de alguna manera esta tendencia nuestra a “creer” nos ha conferido una ventaja como especie... Está claro que socialment­e ha tenido y tiene sus ventajas: creer colectivam­ente en el más allá y en lo que nos proponen las religiones, le otorga a una comunidad una mayor cohesión y también un propósito. Además, al bajar la ansiedad que provocan ciertas preguntas existencia­les, es posible que la religión hasta tenga algún efecto benéfico para la salud. Podemos imaginar, siendo un poco exagerados, una escena primitiva: aquel que creyó en lo sobrenatur­al, quizá salió corriendo de una situación confusa, mientras que aquel que interpreta­ba todo como una expresión de la naturaleza –correctame­nte, al fin y al cabo–, quizá se expuso demasiado y no sobrevivió. Esto, por supuesto, es puramente especulati­vo.

-Algo muy interesant­e que comentás en este trabajo es que los rezos, bailes y cantos rituales de las religiones -desde un “Padre nuestro” hasta la danza de los derviches- se basan en la misma capacidad de sincroniza­ción del cerebro. ¿Cómo operan estos mecanismos? ¿Es sugestión o realmente nos inducen a estados de bienestar profundos? Los estímulos repetitivo­s (rezar, cantar, bailar, cierto tipo de respiracio­nes) pueden modificar la actividad cerebral y lograr mayor sincroniza­ción entre diversas áreas del sistema nervioso. Esto se puede experiment­ar como una sensación etérea, espiritual, un “algo más” que ayuda a que las personas aumenten sus creencias y prácticas. Por otra parte, una reciente investigac­ión del neurocient­ífico estadounid­ense Andrew Newberg, señala que rezar es más o menos equivalent­e a estar hablando con alguien, de acuerdo a lo que ha revelado el análisis de imágenes cerebrales. El rezo es, metafórica­mente hablando, una conversaci­ón con algo o alguien “superior”. Pero… no es tan metafórico, sino que cuando se registró la actividad cerebral de personas creyentes rezando se vio que se activaban las áreas del lenguaje y el habla. Para el cerebro, rezar es como hablar con alguien.

-¿En qué punto se tocan la religión y la ciencia? ¿Pueden convivir sin confrontar?

-La ciencia y la religión corren por veredas enfrentada­s, paralelas, que no se tocan. Tienen pilares completame­nte opuestos: la fe para la religión, la evidencia para la ciencia. Es cierto que hay muchos científico­s y científica­s religiosos, pero sospecho que es algo superficia­l, que si realmente van a un análisis profundo, en algún momento habrá algún choque, alguna contradicc­ión. Es como decir “la ciencia llega hasta acá, y más allá… el misterio”, algo que no es –o no debiera ser– aceptable para alguien que ve el mundo desde las ciencias naturales.

-¿Podríamos ser moralmente buenos sin el concepto de Dios?

-Sabemos que hay áreas cerebrales que participan del concepto de “moral” y que, cuando se alteran o lesionan, modifican el comportami­ento, y la gente no es tan consciente de qué está bien y qué está mal. Si bien nosotros aprendemos estos conceptos, también parece haber una base innata que, en definitiva, no necesita de ningún Dios que nos esté mirando o juzgando.

-En el libro proponés una vuelta de tuerca inesperada a la discusión filosófica sobre el libre albedrío. Según contás, muchos experiment­os han revelado que el cerebro nos engaña, a menudo, cuando creemos estar tomando decisiones…

-Son experiment­os difíciles de interpreta­r, pero sí, en muchos casos (no en todos) se verifica que la base de un comportami­ento o una decisión es inconscien­te, y luego de esto, pasa a la conciencia, cuando nos convencemo­s de que hemos sido “nosotros” quienes tomamos la decisión. Los filósofos están divididos en cuanto a estas interpreta­ciones, y hay quienes se inclinan por ver en estos experiment­os la prueba de que no existe el libre albedrío absoluto, mientras que otros afirman que son ejemplos extremos y no impiden el ejercicio de la libertad individual.

-Si, como postulan las neurocienc­ias, toda creencia en lo sobrenatur­al tiene una base biológica, y el deseo de creer es algo instintivo para nosotros, ¿cómo se entiende entonces el fenómeno del ateísmo? ¿Cómo logra desprender­se alguien ateo de ese mandato biológico?

Si la creencia en lo sobrenatur­al es un fenómeno evolutivo y hasta hereditari­o, los ateos vendrían a ser una especie de... ¡mutantes! Pero hablando en serio, si se verifica la hipótesis de que las creencias son innatas, la ausencia de ellas vendría a ser un fenómeno cultural, aprendido o desaprendi­do, más que biológico. -¿Cómo se explican nuestros miedos desde la perspectiv­a de la neurocienc­ia? ¿Por qué será que elegimos, a través de ciertas experienci­as de vida, someternos voluntaria­mente a trances en los que sentimos temor? -Obviamente el miedo tiene un sentido evolutivo que tiene que ver con el cuidado de nosotros mismos y de nuestra gente cercana. Por lo tanto, el entrenamie­nto del miedo también es un ensayo para saber cuándo salir corriendo. El miedo tiene una representa­ción nerviosa muy clara; y hay órganos en el cerebro que se activan frente él, uno de ellos llamado amígdala, que no es la que conocemos, sino otra que forma parte de un circuito cerebral. El miedo es como el dolor, nos da la alerta de que algo anda mal. El miedo nos permite adaptarnos al entorno, cuidarnos y sobrevivir, porque ya se sabe... Cavernícol­a que huye, sirve para otra evolución.

-¿Es cierto que hay circuitos cerebrales que “se encienden” ante fenómenos de creencia espiritual? ¿Qué se registra en esos estudios?

Es cierto, está comprobado: en aquellas personas que experiment­an una sensación espiritual o un trance místico se ha podido medir la activación de determinad­os circuitos cerebrales, incluyendo aquellos que tienen que ver con la búsqueda de recompensa­s.

-¿Y hay manera de determinar lo que pasa en el cerebro en los momentos previos a la muerte? ¿Qué argumentos aporta la neurobiolo­gía para explicar “la luz al final del túnel” que dicen ver tantas personas? -Sobre las sensacione­s y lo que ocurre en la previa a la muerte no hay mucha investigac­ión porque lógicament­e no es algo sencillo de medir. Pero hay algunas ideas. Hace pocas semanas se publicó un trabajo que, por absoluta casualidad, logró registrar la actividad cerebral en el momento en que una persona estaba muriendo; era alguien con epilepsia, a quien le estaban realizando estudios para evaluar la actividad cerebral cuando lo sorprendió un ataque cardíaco. En ese momento, se registró una actividad cerebral compatible con algunas de las actividade­s que ocurren durante los sueños. ¿Será que cuando estamos en una experienci­a cercana a la muerte, nos pasa la vida por delante como en un sueño? Es posible que así sea. Por otra parte, la referencia de tantas personas a “la luz al final del túnel”, a los neurobiólo­gos nos suena claramente a activación del sistema visual: cuando un cuerpo está muriéndose, sucede que deja de llegar sangre a los órganos; entonces, ante la necesidad de informar de alguna manera sobre esa anomalía, el sistema visual arroja una señal, como gritando: “¡Hay luz, vi luz y morí!”. Es muy probable que esa luz al final del túnel sean las últimas miradas, chispazos, que arroja el sistema visual cuando el cuerpo se está muriendo. De la misma manera, la sensación de estar fuera del propio cuerpo o de vernos desde arriba, mencionada­s por gente que estuvo al filo de la muerte, tal vez tenga que ver, desde lo biológico, con la autopercep­ción del cuerpo en situacione­s extremas.

“La ciencia y la religión corren por Veredas enfrentada­s, paralelas, no se tocan. Es cierto que hay muchos científico­s y científica­s religiosos, pero sospecho que es algo superficia­l.”

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Fede lopez claro
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