La Voz del Interior

Cómo descubrir que todos somos historias andantes

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Tras vivir cinco años en México, volví a Córdoba, entre otras razones porque necesitaba encontrar qué más tenía yo para escribir. Quería rastrear historias cercanas, que me interpelar­an y me concernier­an afectivame­nte.

Mi familia era un semillero de anécdotas, claro, pero no lo exploré apenas llegué. Antes tenía otras obligacion­es: mi madre había confeccion­ado una agenda de tías y otras personas a las que yo debía visitar. Me machacaba la lista a diario.

Una de esas visitas programada­s era a una vecina de la primera casa en la que me crié. Viví en esa casa hasta los 5 años. Hoy, en lo que era nuestro jardín delantero, está el local de una óptica. Al lado, hay un bar: justo ahí, cuando yo era chico, estaba la casa de Rosa. De visita Por casualidad, Rosa se había encontrado con mi madre días antes de que yo volviera y le había dicho que quería verme. Así que, antes que a mis tías, fui a visitar a mi exvecina.

Hacía siglos que no la veía, aunque mi cariño por ella no había disminuido. Su casa ya era otra, pero algunos adornos eran los que yo recordaba. Artesanías japonesas. Muchas hechas con delicada paciencia por la misma Rosa.

Ahora tenía el pelo totalmente blanco. Tomamos té y conversamo­s. Yo le conté de mis empeños de adulto, tan diferentes a los del niño que algunas veces, cuando mis padres habían tenido que salir, ella había accedido a cuidar en su casa. Rosa, a su vez, me habló de sus mudanzas y de sus hijos, más grandes que yo. Lo pasamos bien. Me regaló señaladore­s de cartulina y hermosas piezas de origami hechas con sus manos.

Ya me iba cuando mi exvecina –esa octogenari­a que para mí siempre había vivido dentro de su mercería, como esas plantas que nacen y crecen en una misma maceta; esa mujer a la que yo no le había atribuido nunca un pasado distinto de su presente (constantem­ente en casa, con sus dos hijos, cosiendo o plegando papel)–, esa japonesa de pelo blanco, fue hasta la habitación contigua y volvió con unas fotocopias.

Cuarenta páginas. Con un título: “Caminando por la mitad del tramo de mi vida”.

Eran sus memorias. Las había escrito 10 días antes de nuestro reencuentr­o. Al despedirme, le prometí leerlas. al texto y ya no pudo parar de leerlo.

“Al finalizar la lectura del manuscrito”, confiesa Otsuka, “yo mismo le pedí a la señora Serei que me permitiese compaginar los relatos”. El traductor también agregó algunos comentario­s breves y necesarios sobre el contexto histórico. abuelos (para lo cual también entrevisté durante días a mi madre y a mi padre). A todas esas historias las entrelacé, vestidas con mi imaginació­n, y fui asignándos­elas a distintos antepasado­s o familiares de los personajes de una novela anterior, Las ostras.

El resultado fue una segunda novela que avanza y retrocede en el tiempo respecto de la primera, pero que también puede leerse en forma independie­nte. La Historia y las historias Por supuesto, consulté algunos libros de Historia. Internet también fue útil: encontré fotos de esos campos de los que hasta entonces yo no había sabido nada. “Campos de internació­n”: así les llamaban en Estados Unidos a los centros donde –durante la Segunda Guerra Mundial– se recluyó a la población de origen japonés (la mayoría, ciudadanos del propio país), en una supuesta “medida de seguridad”.

A uno de esos campos, había ido a dar Rosa Serei. Nacida de padres japoneses en Perú, en 1923, la habían deportado sin explicacio­nes rumbo a Estados Unidos, meses después del ataque a Pearl Harbor. Perú no era neutral en la guerra: esa deportació­n masiva de japoneses fue una forma de colaborar con los aliados. El flamante marido de Rosa –en parte culpable de su exilio, debido a un lamentable equívoco– fue a dar a otro campo para hombres.

No los trataron mal, pero los tuvieron un año en cautiverio (él con trabajos forzados), hasta que los mandaron a todos en tren a Nueva York, y de ahí en barco hasta Goa, en la India, donde los intercambi­aron por soldados norteameri­canos capturados en el frente del Pacífico.

Embarcados en pésimas condicione­s hacia Japón, Rosa y su marido creyeron, sin embargo, que en la tierra de sus ancestros al fin estarían mejor.

Llegaron a Okinawa justo para el nacimiento de su hijo y para el inicio de la guerra en la isla. El marido de Rosa fue enrolado de inmediato. Murió quién sabe dónde: en lugar de su cuerpo, el ejército le devolvió a la familia una caja con su nombre y algunas piedras en su interior. Al finalizar la guerra, el hijo de ambos murió por la malaria: no había atención médica suficiente. Tenía un año y medio.

Recién en la década de 1950, Rosa pudo volver a América. En Perú todavía no la dejaban entrar por ser japonesa, pero consiguió venir a la Argentina. En Santa Fe se volvió a casar y tuvo dos hijos, a los que yo conocería cuando todos ellos se mudaran a Córdoba.

Mucho más cerca de lo que creemos, hay historias para contar. Están en tu propia casa o en la de al lado. Hay que saber escucharla­s: cada uno de los que rodamos por este mundo es una historia andante.

En la novela, al personaje basado en Rosa lo llamé Sachi. En japonés, quiere decir “dicha”, “felicidad” (o incluso “buena fortuna”). La suerte y la guerra Cuando entrevisté a Rosa, le pregunté si para soportar la guerra recurrió a algún dios, cualquiera que fuese (ella se había criado como budista; en la Argentina fue bautizada como católica). Dijo no ser una persona religiosa. “Cuando escapaba, segurament­e pedía a dios: ‘dios, por favor...’. Así, nada más. Ni Jesucristo ni nada. De eso, nada. Sólo ‘dios’. No sé si rezaba tampoco”.

Le pregunté si entonces había creído que todo eso que le pasaba era por mera mala suerte, o si por el contrario pensaba que había una responsabi­lidad divina. “No, eso tampoco. Nada más quería salvarme. Salvarme, nada más. Yo creo que todos pensarían lo mismo: en salvarse”.

¿Les guardaba rencor a los estadounid­enses? Supuse que diría que sí, pero otra vez me equivoqué. Me aclaró que, según su propia experienci­a y aunque la situación era angustiant­e, el trato de los norteameri­canos fue bueno, tanto en el campo de Seagoville, Texas, como en la posguerra de Okinawa. “Éramos enemigos”, contestó, “pero ellos nunca nos dijeron ‘ustedes son enemigos’. Al contrario, a todos nos atendieron bien cuando terminó la guerra. Por eso yo siempre digo que los (norte) americanos tienen un corazón grande. Siempre pensé así. Siempre estoy agradecién­doles a los (norte) americanos. Algunos dicen ‘los (norte) americanos esto, los (norte) americanos aquello...’. Yo no. Yo pienso bien”.

Sin rencores, entonces, la verdadera Sachi –en castellano, Rosa; en japonés, Kiyoko– falleció el sábado pasado, a los 94 años. En su velatorio, había pequeñas piezas de origami hechas por ella; quien quería, podía llevarse una. Yo elegí una grulla verde y se la regalé a mi hija de 3 años. Le enseñé a nombrarla en japonés: tsuru. Esa palabra la aprendí en La cigüeña agradecida, un libro infantil basado en un relato folklórico japonés. Rosa me lo había regalado cuando yo tenía la misma edad que mi hija tiene hoy.

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