El terror, en su expresión más deleznable
en la isla noruega de Utoya. También cuando quedan bajo fuego en Gaza o a merced de un atacante en cualquier calle de Israel.
El dolor cobra otra dimensión cuando el hambre asume rostro y cuerpo de niños y de jóvenes o el éxodo forzado de cientos de miles de personas se dibuja en pequeñas siluetas que a veces consiguen llegar a destino y, otras, son arrebatadas de los brazos de sus padres y arrojadas sin vida en alguna playa del Mediterráneo. Un mar que fue cuna de civilizaciones y hoy es cementerio de desesperados y espejo de indiferencias.
Quien planificó el atentado del lunes en Mánchester seguramente sabía de la escalada que produciría con el impacto.
La sensación de que el mundo es un lugar cada vez menos seguro y de que los conflictos extienden de modo global su campo de batalla se potenció desde los ataques del 11-S, la posterior invasión a Irak y la lógica de una “guerra contra el terrorismo” que parece interminable.
Pero la idea de buscar lugares de diversión de concurrencia masiva y apuntar al más indefenso como blanco para sembrar el mayor pánico posible plantea nuevos desafíos para sociedades que quieran contrarrestar la violencia sin renunciar a sus libertades, ni refugiarse levantando muros contra todo lo que resulte sospechoso o distinto.