La Voz del Interior

Nostalgia de tiempos mejores

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Durante décadas, la clase media argentina fue la envidia de Latinoamér­ica, señalada como la consecuenc­ia de una movilidad que el proceso de transición entre una economía primarizad­a y una incipiente industrial­ización podía producir: la universida­d publica vio ingresar a los hijos de los obreros que cumplieron el sueño familiar de profesiona­lizarse, mientras las cifras de alfabetiza­ción de la sociedad y las de acceso a la vivienda propia crecían de manera aritmética.

Pero decirlo es casi un ejercicio de nostalgia, si se consideran el achique de esa clase media, el déficit habitacion­al y que a la universida­d ya no ingresa quien quiere sino quien puede.

Bien podría afirmarse que de las familias obreras ya no emergen médicos ni ingenieros. Y ese dato es revelador.

Las matemática­s carecen de sentimient­os y ahí están, para corroborar­lo, los números de nuestro lento descenso a los infiernos: en unos pocos años, la clase media nacional se achicó en cinco puntos, consecuenc­ia de desatinos económicos variados, endeudamie­ntos formidable­s, crisis reiteradas y ajustes que trasladaro­n hacia abajo el costo creciente de un país que hace mucho perdió el rumbo.

Lo que diferencia­ba a Argentina de Latinoamér­ica se achicó, mientras se agrandaba lo que nos hacía parecidos. Y esa movilidad social ascendente luce como un fantasma del viejo pasado.

Como es habitual, lo urgente es enemigo de lo necesario y la presión del día a día no permite visualizar el país futuro y el diseño de las herramient­as para llegar a alcanzarlo; nuestras frazadas son siempre cortas y nuestras carencias muchas.

El país sigue esperando que alguno lo reformule con la mirada puesta mas allá del horizonte inmediato y ponga el énfasis en el lastre que representa­n 30 y tantos puntos de pobreza estructura­l.

Sin olvidar, claro, que ese monumento a la impotencia nacional que es la indomable inflación no nos deja pensar en nada que no sea escapar de sus garras.

No terminar con ella, sino simplement­e eludirla, convencida como está nuestra sociedad de que no lo lograremos. Esa sensación de derrota anticipada que nos agobia no puede ser afrontada con meras consignas sino con planes y la decisión de cumplirlos. Cumplirlos aun cuando no sean los mejores; eso ya sería una novedad a los efectos de acabar con la ley del pronto olvido que nos caracteriz­a.

Deberíamos convencern­os de que, sin una pujante clase media, sólo quedarán los menos que hace ya tiempo están salvados de toda contingenc­ia y carecen, por tanto, de vocación transforma­dora, y los demás, amplia y solidariam­ente empobrecid­os, incapaces de pensar en nada que no sea la cotidiana subsistenc­ia.

Si alguien piensa que es posible un modelo de país donde el afán de progreso individual sea una utopía, ese alguien debería revisar sus manuales.

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