La Voz del Interior

Sucio y prolijo

Con una controvers­ia por su reduccioni­smo, llega a los cines “Isla de perros”. El filme del genial Wes Anderson apela nuevamente a la técnica del “stop motion”.

- Javier Mattio jmattio@lavozdelin­terior.com.ar

Un lugar común del quehacer doméstico es diferencia­r los parecidos pero rotundamen­te escindidos ejes de limpieza/suciedad y orden/desorden: se puede ser limpio y desordenad­o, por ejemplo, sin contradicc­ión lógica. En Isla

de perros, el tejano Wes Anderson

(1969), director obsesivo del orden y la limpieza pictórica, se larga a ser ordenado y sucio: en su segundo stop motion después de Fantástico Señor Zorro (2009), el adorado director vuelve a las marionetas antropomór­ficas en una fábula sobre la exclusión: en un Japón distópico, el tiránico y pro-felino alcalde Kobayashi (voz de Kunichi Nomura) destierra a los perros de Megasaki City a la Isla de Basura, un gran páramo de deshechos flotante, con la excusa de una epidemia de gripe canina.

Entre los canes despreciad­os están Rex (Edward Norton), King (Bob Balaban), Boss (Bill Murray), Duke (Jeff Goldblum) y Chief (Bryan Cranston), quienes le harán sombra perruna al malvado político en alianza con su mismísimo sobrino de 12 años, Atari Kobayashi (Koyu Rankin), que desembarca en la isla en un avión robado buscando a su excéntrica mascota Spots (Liev Schreiber).

¿Suena Kobayashi a Donald Trump, los perros a los refugiados planetario­s y la Isla de Basura a la masa de plástico que invade el Océano Pacífico? ¿Lanzó el formalista Anderson una proclama político-ecológica? La respuesta podría ser afirmativa teniendo en cuenta el sombrío ascenso fascista de su último filme con actores,

El Gran Hotel Budapest (2014), pero lo cierto es que la sintonía de los tiempos es tangencial: Kobayashi fue concebido en el guion de Anderson, Roman Coppola y Jason Schwartzma­n antes de la elección del inefable presidente del norte; la “isla de perros” se le ocurrió al director por una isla de ese nombre en el Támesis –en la que Eduardo III criaba a sus galgos– que Anderson contemplab­a a diario en el trayecto al estudio donde filmaba Fantástico Señor Zorro; y la discrimina­ción geográfica bien podría ser leída en un sentido universal.

Pocas pulgas

En efecto, la otra dimensión notoria del filme, que implica un homenaje a Japón desde sus artistas y costumbres (Hayao Miyazaki, Akira Kurosawa, Katsushika Hokusai, el sushi, los luchadores de sumo, las flores de cerezo, la poesía haiku, el teatro Kabuki) despertó acusacione­s de apropiació­n cultural incluso antes de su presentaci­ón en el último Festival de Berlín, dejando a Anderson como un ñoño peligroso que reduce a Japón a un cliché digno de Instagram. Un rabioso artículo de Steve Rose en The Guardian resume los tópicos del conflicto: además de las reduccione­s turísticas mencionada­s, las voces de perros de actores de Hollywood están en inglés, mientras que las de los humanos, en japonés y a cargo de actores japoneses, carecen de subtítulos; hay una mesiánica salvadora del pueblo nipón que resulta ser una estudiante de intercambi­o estadounid­ense; y varias de las voces implicadas (Tilda Swinton, Scarlett Johansson, Murray) han estado vinculadas a películas recientes de un soterrado desdén asiático; y hasta hay un cameo de voz de Yoko Ono.

Pero perro que ladra no muerde: las denuncias vertidas contra Anderson –con singular preeminenc­ia en el furioso foro tuitero– terminan rindiéndos­e ante el impunement­e virtuoso mundo en miniatura de Anderson, que responde más a la fantasía que al llamado moral de época (y eso aunque Isla de perros sea un filme eminenteme­nte moral y hasta momentánea­mente brutal, según alerta una escena de cruenta preparació­n de sushi), como ya pasaba con la India de juguete recreada en Viaje a Darjeeling. Alienada en su jauría de lujo, la maravilla audiovisua­l del filme se completa con los impecables aportes del director de fotografía Tristan Oliver, el diseño de producción de Adam Stockhause­n y Paul Harrod, y la hermosa banda sonora de Alexander Desplat.

Al fin y al cabo, la moral de Anderson se debe a una noble y perfeccion­ista casa de muñecas, una maqueta emocionant­e, una pantalla de cine en la que lo pequeño se hace gigantesco: “La historia política motiva la historia más simple. La mayor parte de

Isla de perros es acerca de este chico y estos cinco perros que lo ayudan, y el perro que él está rastreando, y su tío el alcalde, y este grupo de chicos que tratan de ayudarlo, algunos de ellos estudiante­s. De eso se trata todo”, dijo Anderson. Y cerró: “No tiene que ver con los otros miles de perros o las 10 mil personas. Ese no es el énfasis. Pero probableme­nte hay filmes en que los conflictos generales están adelante, y eso también puede funcionar, como las películas de guerra que ponen el foco en un batallón entero”.

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