El silencio está ahí
Un encuentro no del todo cómodo con el poeta Hugo Mujica es una oportunidad para volver a pensar el sentido que les damos a palabras como “angustia”, “existir” o “silencio”.
Es jueves 31 de mayo. Hace frío. La garúa aparece y desaparece. Lo que queda de ese vaivén es un paisaje borroso, enrarecido. Camino por barrio Güemes, cerca del Centro de la ciudad de Córdoba.
Hace tiempo, un amigo me invitó a participar en una charla que tuviera como eje el silencio. Es algo que nos convoca. A veces tomamos mate en su librería y hablamos de eso. Del silencio. De los límites del lenguaje. De la belleza innombrable que hay en las cosas. La idea va cobrando forma y, muchos meses después, la invitación se convierte en una charla con el poeta Hugo Mujica.
Ahí es donde voy. 31 de mayo. Campera, bufanda y un viento que se mete entre la ropa. La zona parece bombardeada. La Municipalidad dice estar revitalizando el barrio y por ahora las obras parecen más un proceso de demolición. Me digo que entre el frío y la dificultad de llegar, corremos el riesgo de que haya poca gente. Me apeno por Mujica, que hace el esfuerzo de venir desde otra ciudad.
Por suerte, el lugar está repleto. Fumo un cigarrillo en la vereda, tomo un té para entrar en calor.
Me presentan a Mujica. Le pregunto cómo estuvo su vuelo y nos cuenta que la partida del avión se demoró porque había un pasajero de más. Nunca he oído algo así. Vuelos demorados por pasajeros que faltan, a montones. ¿Vuelos demorados porque alguien sobra? Nunca.
Mujica tiene el tono de un monje algo malhumorado. Como nunca lo he visto antes, trato de no hacer una inferencia creyendo que él es eso. Me digo que hoy está así. O que a mí me parece que está así. Pongo en suspenso mis juicios sobre lo que me rodea. Hace apenas unas horas he sabido de la muerte de un amigo de la adolescencia. La noticia me ha dejado aturdida, algo desplazada del eje de las cosas.
Lo que he venido a hacer es a servir de puente. Cierta dinámica que se da en las charlas en las que uno presenta a un autor: tratar de abrir caminos, de generar espacios, de crear tonos.
Todavía no lo sé, pero esta va a ser una de las veces que más me cueste llevar a buen puerto ese trabajo. Me siento alguien que acaba de aprender a caminar y que hacen entrar a un camerino de bailarines del Bolshoi.
Monasterios
Mujica abre la noche leyendo poemas. Eso es lo que acordamos un rato antes, cuando le pregunté cómo quiere hacer esto. Él dice: “Primero leo poemas, después conversamos, después vuelvo a leer”. No hay una sola sonrisa. Gestos secos y tajantes.
Mujica lee y ahí se despliega esa relación extraordinaria con las palabras. Hay algo que se va construyendo de un modo indescriptible. La sala llena. Gente de pie. La voz va haciendo mojones en cosas nodales, cosas que se escapan a las palabras, pero que se evidencian ahí, en el juego de decir lo imposible en lo posible.
Cuando el poeta termina de leer, mi sensación de torpeza aumenta. ¿Cómo utilizar el lenguaje ahora? Zozobra.
Saludo, agradezco y hago la primera pregunta. Del recorrido vital de Mujica, me interesan especialmente sus siete años como monje trapense. Le pregunto si su búsqueda en torno del silencio era algo que estaba en él antes de conocer ese monasterio o si surgió allí.
“El silencio vino después del ruido”, responde, y recupera algo de su historia hablando de su vida en Nueva York. Cuando comenzaba la década de 1970, Mujica había buscado otros territorios y vivía en un monasterio yoga. Un día acompañó a su gurú a un monasterio trapense, donde debía dar una conferencia. Allí sucedió lo que el poeta describió como un “encuentro estético con el silencio”.
La intemperie
Cuando Mujica termina sus respuestas, hay una especie de vacío. Vuelvo a hablar. La pregunta que hago es demasiado larga. Me interesa saber algo sobre el momento en el que salió del monasterio.
De todo lo que digo –errático, confuso–, Mujica se ancla en una palabra que usé y me corrige. “El silencio no se construye”, dice. “El silencio está ahí. Es uno el que lo destruye. La palabra “descubrir” quiere decir “quitar lo que lo cubre”. La vida y la realidad y el silencio; está todo ahí. Es uno el que se interpone. Al separarse, al replegarse en sí”.
A Mujica le gusta desentrañar, exponer, el sentido de las palabras. Menciona la palabra “angustia”. “Determinadas vivencias, creo que hay que tener coraje para darse cuenta, cuando ya dieron, de la vitalidad que podían dar. Y en realidad uno siente la estrechez. La angustia, que es una palabra tan denodada entre nosotros y hay que ir al psicólogo para que la cure. La angustia es la conciencia de la angostura. La que nos avisa que determinadas situaciones ya no dispensan vida. Y es entonces la invitación a salir”.
Eso dice Mujica. Y yo pienso. La angustia como aliada. Como alerta.
El poeta ha hablado de las posibilidades que trae la vida. Yo pregunto cómo abrir los ojos para reconocerlas. Mujica dice: “No hay recetas”.
Parece un maestro zen agobiado por la pequeñez y la necedad del discípulo que le tocó en suerte. Al terminar la charla, el comentario entre varios de los presentes es ese: qué difícil fue sostener un diálogo. Sin embargo, todos acordamos que lo que dice Mujica bien vale esa tensión.
Tomo algunas notas: “El llamado de la realidad es a través de la belleza”.
“La vida todo el tiempo está trayéndote una novedad que es ella misma. Lo que pasa es que nos resulta más fácil agarrar cuatro pedazos, darle un beso y llamarlo un todo. Instalarse ahí”.
“En general, hay tiempos de lo que ya no es y lo que todavía no llegó. Que son los tiempos más creativos, porque es cuando uno está más atento, casi por necesidad”.
“Estar abierto es dar el paso sin saber”. Mujica dice que la verdadera existencia es estar fuera de uno, en el todo de la realidad. Estar abiertos ante un mundo. Eso es estar vivos. Una intemperie. Exponernos a ser transformados, a ser afectados. La intemperie, dice el poeta, exige el coraje de la desnudez, de no arroparse, de hacernos vulnerables a la alteridad. Y es la alteridad la que altera aquello que creemos ser y tratamos de defender, encerrándonos.
Sonidos del mundo
Hablamos del silencio.
Mujica dice: “El silencio no existe. Es una abstracción. No hay un lugar donde haya silencio. Lo que nosotros llamamos silencio es que podemos escuchar. La transformación, disponerse a un cierto ejercicio del silencio, es que uno aprende a escuchar. Pero no a escuchar en el sentido cotidiano de que “me callo”, sino que es el cuerpo entero el que se vuelve sensibilidad que acoge y que recibe. Y uno se percata de que cuando hay silencio no es que haya silencio. Es que uno lo que ve en el silencio es que todo habla”. “El silencio busca en nosotros el decirse. Cuando uno conecta el silencio, el silencio habla”, dice el poeta en un cuarto lleno de gente, en barrio Güemes.
Mientras lo escucho, pienso en John Cage.
En 1951, Cage entra en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Un habitáculo totalmente aislado de toda onda sonora. Puro silencio. Eso espera el músico. Sin embargo, oye dos sonidos: uno agudo y otro grave. Al salir de la cámara, lo comenta con uno de los ingenieros. Le explican que el sonido agudo es su propio sistema nervioso. El sonido grave, su circulación sanguínea.
Un año después, compone la pieza 4' 33''. El intérprete no debe tocar ni una sola nota. La palabra “tacet” indica que hay que hacer silencio. Tres movimientos: el pianista que estrena la obra marca la duración de cada uno de ellos cerrando y abriendo la tapa del piano. Todo eso dura cuatro minutos y 33 segundos.
El público está desconcertado. Algunos, incluso, se enfurecen. Van a tardar en descubrir lo que Cage les ha ofrecido: recuperar aquellos sonidos del mundo que la música hubiera hecho desaparecer.