La Voz del Interior

Los libros que nos terminaron de criar

Las novelas y los relatos de la infancia pueden transforma­rse en una especie de mundo alternativ­o en el que es posible vivir de forma anticipada muchas vicisitude­s del mundo real.

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

El sol caía casi sin filtros sobre las casitas bajas y austeras con las que habían poblado una gran área olvidada y para muchos desconocid­a de Argüello, en la década de 1970. Casitas cuadradas, de una planta y con jardines trabajados con paciencia por sus dueños para vestir de verde los terrenitos. Construcci­ones homogéneas, que se erigían con dignidad en lo que algunos comparaban con un simbólico lejano oeste norteameri­cano.

La gente parecía imitar con su comportami­ento la simetría de las viviendas: todos actuaban más o menos de la misma manera, o al menos llevaba un tiempo detectar los matices en sus formas de afrontar la vida difícil de esos barrios, que carecían todavía de algunos servicios que en zonas más tradiciona­les de la ciudad existían desde hacía décadas.

El teléfono era todavía una carencia y, sin embargo, muchos salimos airosos sin su ayuda de las más terribles emergencia­s que hoy todavía nos hacen temblar.

Como una especie de compensaci­ón a la ausencia de telecomuni­caciones, el horizonte se mantenía prácticame­nte limpio de cables y sólo había discretas antenas de televisión abierta en los techos.

Las casitas eran pequeñas, pero se ampliaban hacia afuera, con calles que contenían a los chicos y a los adultos inquietos y, hacia adentro, en generosos patios en los que siempre volaban pelotas.

Desde la ventana

Una nena espiaba y reprimía suspiros desde la ventana. Le tocaba ver a los varones jugar al fútbol desde adentro de la casa, donde la protección estaba asegurada. Demasiado asegurada para su gusto.

Pero había un territorio en el que ningún adulto ponía llave: su cabeza. Su cuerpo pequeño y muchas veces inmóvil no parecía condecirse con ese mundo infinito, lleno de aventuras e intensidad, en el que podía convertirs­e en cualquier persona, de cualquier edad y apariencia, en cualquier momento.

Adentro de su cabeza volaba, o por lo menos fantaseaba con hacerlo, los más de 10 kilómetros que separaban su casa de la escuela. En su cabeza, era una señorita de tacos altos y falda con volados que se paseaba con femineidad de modelo en la peatonal de Córdoba.

En su cabeza, se alimentaba a pura nieve con sabor a crema chantilly inspirada por un frío que carecía de todo encanto en esa vivienda calefaccio­nada con moderación y donde uno mantenía capas y capas de ropa tanto afuera como puertas adentro.

En su cabeza, el panadero era un ser frágil que necesitaba que uno le enseñara a volar con paciencia, hasta que finalmente lograba seguir su destino, más por una oportuna ráfaga de viento que por las lecciones.

En su cabeza, el interior de un placar era una casita propia en la cual se podía ser casi tan independie­nte como los mayores.

Cuando la cabeza se cansaba un poco de tanta actividad desconocid­a por el resto del mundo, se podía echar mano a las fantasías con final escrito. A las historias que habían sido creadas en otro siglo y que despertaba­n el doble placer de lo eterno y lo antiguo.

Mundos posibles

No saber leer había sido un problema grande en algunas silenciosa­s tardes de verano, pero había dejado de serlo con apenas un año de escuela. Ya en segundo y tercer grado, cada festividad era la oportunida­d para alimentar una incipiente biblioteca que algún día daría la impresión de no tener fin.

Los clásicos de Louise May Alcott, esos que –se enteró luego– habían leído en otras épocas desde la actriz Elizabeth Taylor hasta la escritora e intelectua­l Simone de Beauvoir, le enseñaron de rebeldía, de coquetería, de dolor, de muerte, de convencion­alismos de siempre y de los costos y beneficios de ignorarlos.

Soportó la muerte de Beth, una de las cuatro Mujercitas, con un estoicismo que no tuvo Joey, el personaje sinónimo de masculinid­ad de la serie norteameri­cana de la década de 1990 Friends, que también lo leyó en uno de los mejores capítulos.

Se escandaliz­ó y comprendió por partes iguales al salvaje de Tom Sawyer; se enterneció y conoció un poco más de los ruidosos y sucios varones con los que casi no jugaba gracias a Huckleberr­y Finn. Supo de dignidad y generosida­d con la alegoría de El príncipe feliz. Aprendió de humor sutil, inteligent­e y desenfadad­o con narracione­s que sembraron en ella sus primeras ideas feministas con Mi querido enemigo y Papaíto piernas largas.

Descubrió que la amistad puede anteceder al amor en Jack y Jill y que el vínculo con los animales completa la idea de familia humana en Bajo las lilas. Comprendió que los viejos y los niños tienen una relación de afecto incondicio­nal difícil de encontrar en otras etapas de la vida en Heidi, y que en la infancia es posible reconocer inteligenc­ias superiores en Violeta.

Una niña anticuada le inspiró el deseo de ser más prudente y delicada, y Ocho primos le ayudó a comprender más los estereotip­os y los prejuicios sociales.

Elsa Bornemann la regresó a las aspiracion­es, los problemas y los sueños de los chicos argentinos, con su El niño envuelto, y Poldy Bird le demostró que era una nena y luego sería una púber y una adolescent­e como tantas otras con sus Palabras para mi hija adolescent­e. Wilbur y Carlota la incentivar­on a buscar amigos tan diferentes como complement­arios. Shunko y El pequeño lord le hablaron de mundos injustos, y

Platero y yo, de sensibilid­ad y de armonía.

Sin saberlo, desarrolló una personalid­ad que tuvo al menos un poco de cada uno de esos personajes que le permitiero­n, además, conocer de antemano a cada uno de los seres con que se topó a lo largo de su vida.

Ningún individuo le sería del todo desconocid­o gracias a las descripcio­nes que leyó en esos libros de tapas duras y letra pequeña de interlinea­do ínfimo, que nada tienen que ver con las tipografía­s ampliadas y las impresione­s ricas en espacios en blanco de las ediciones actuales de los mismos títulos.

Hoy, los libros parecen hechos para vistas siempre fatigadas y no para ojos que devoran sin esfuerzo las palabras que nos llenaron las tardes silenciosa­s de intensidad­es mágicas.

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