La Voz del Interior

Un drama con historial

- Laura Giubergia lgiubergia@lavozdelin­terior.com.ar

Sólo en lo que va de 2018, cuatro mujeres fueron asesinadas por efectivos policiales en la provincia de Córdoba, según investiga la Justicia provincial: Magalí Ariana Pérez (en El Diquecito), su madre Nancy Beatriz Pérez (El Diquecito), Cristina Rodríguez (ciudad de Córdoba) y Deolinda Díaz (Despeñader­os).

Antes fueron Yuliana Chevalier (2017), Celeste Montes (2016), Andrea Porta (2014), Andrea Fernández (2013) y María Soledad Torres (2012).

El debate por los controles de salud mental a los agentes de fuerzas de seguridad, legítimos portadores de armas, tiene años no sólo de discusión, sino también de proyectos de ley presentado­s en la Legislatur­a por la legislador­a Liliana Montero que no fueron tratados.

“Desde 2015 lo he presentado cada año, pero nunca se trató. Como psicóloga, también me he ofrecido infinidad de veces para colaborar en el diseño de una política integral en este sentido”, precisó Montero.

Paola Fernández se llama la referente social de esos reclamos. Sus hijos Tobías (10) y Morena (12) fueron asesinados por Ariel Pedraza, un agente del Eter –la fuerza de elite de la Policía de Córdoba– en un departamen­to de barrio Alberdi, en la capital provincial, en noviembre de 2013. Los mató con el arma reglamenta­ria, la misma con la que luego se suicidó.

En 2006, era también policía (en ese caso, retirado) quien acabó con la vida de sus cuatro hijos en barrio Cerveceros, también de la Capital, tras haberse separado de la madre de los niños. Rosario Cándido González disparó contra María Mercedes (14), Florencia Ayelén (7), Noelia Jazmín (7) y Enzo Martín (6), para luego quitarse la vida.

Pese a que desde Recursos Humanos de la Policía aseguraron meses atrás que el acompañami­ento psicológic­o de los efectivos se realiza a lo largo de la carrera, tanto en el ingreso y en los ascensos como a pedido de docentes (en el caso de estudiante­s) o de superiores (para los policías en servicio), los reclamos apuntan a que estos controles sean sistemátic­os, periódicos y realizados por profesiona­les externos a la fuerza.

Carlos Eduardo Monge (35), el último femicida policial, había recuperado el arma y las tareas operativas hacía apenas tres meses, luego de varios años de carpetas psiquiátri­cas que lo mantuviero­n en actividade­s pasivas y desarmado. Tenía antecedent­es de violencia de género con una pareja anterior a Magalí, la joven embarazada que también era policía.

El doble femicidio de El Diquecito obliga a analizar las responsabi­lidades de quienes tienen en sus manos, y en sus firmas, el poder de decidir si un ciudadano con un historial de inestabili­dad mental comprobabl­e por legajo puede volver a ser legítimo portador de un arma reglamenta­ria. Hoy, una familia entera llora esa decisión.

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