La Voz del Interior

Notas para mamá

Nunca es fácil elegir un buen regalo, por más que uno conozca bien a las personas. Y cuando se trata de la madre, el presente perfecto puede ser más difícil aún.

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

En los últimos tiempos, estoy empeñada en regalarme, pero alguna vez lo que más me hacía feliz era dar presentes a otros.

Me gustaba seguir un criterio específico. El de oportunida­d (una muñeca de cada parte del mundo a la que me tocara ir por trabajo, para mi sobrina). El de coleccioni­sta (música popular del sitio en el que estuviera de vacaciones, para mi papá). O mi favorito, el develador.

Aplicar el criterio “develador” para elegir un regalo consistía en interpreta­r, a partir de una serie de pistas subjetivas que iba recabando en los meses precedente­s, lo que de verdad le gustaba al otro. Lo que generara un instante de plena alegría que lo develara en su esencia.

Resultados

En esa búsqueda, tuve algunos éxitos rotundos. Por ejemplo, jamás me olvidaré del grito espontáneo de mi sobrino Nicolás (“¡Un tren!”) en una Navidad. Espero que esa escena –y la posterior, cuando se puso a jugar, en éxtasis, con esa maquinita de plástico– sea la última que se me aparezca antes de dejar este mundo, porque fue realmente conmociona­nte.

Pero lo que más me convencía de lo acertada que era esa línea fueron algunos fracasos que resultaron de seguir el consejo de terceros a la hora de adquirir un bien para agasajar a alguien.

Por caso, tampoco podré sacarme nunca la imagen de otro niño de mi familia llorando en forma desconsola­da, con las lágrimas más gordas que haya visto, ante un ejemplar de El gato con botas, que yo le ofrecía con mi mano tendida y el corazón destrozado.

Defraudar las expectativ­as de un chico es algo demasiado traumático. Le pedí a quien me acompañaba en ese momento que le entregara el otro título que también le había comprado por la sugerencia de algún comedido.

Fecha difícil

Lo que en mi etapa adulta nunca me resultó fácil –y también era doloroso fracasar en el intento– era regalar a mi madre en su día. Me concentrab­a en la tarea y cada año probaba con un rubro diferente, pero, aunque ella siempre fue amable al recibir mi pequeña ofrenda, yo sabía que no había develado nada.

Por supuesto, tenía claro que había categorías de productos con los que tampoco iba a errar: le gustaban los perfumes y se ponía unas gotas hasta para ir a dormir.

Pero nunca –y probé con zapatos, carteras, ropa, piezas de cerámica, juegos– le escuché ese gritito típico del “niño interior” que yo creo que debe despertar un regalo. Cada año, después de que ella me agradecía de manera correcta y cariñosa, yo pensaba: “Seguí participan­do”.

El mejor regalo

Pero no siempre fue así. En mi infancia, alegrar a mi mamá con su regalo para esta fecha especial del segundo o tercer domingo de octubre no era una tarea ímproba.

Y eso que en aquella época no seguía ni el criterio de oportunida­d, ni el de coleccioni­sta, ni el “develador”. Tampoco, por supuesto, tenía plata para una fragancia.

Lo que hacía para aquellas épocas era sencillame­nte cumplir con la que era su recomendac­ión: “Regalame una buena nota”.

Mi mamá quería que fuera una buena estudiante. Al comienzo de mi escolariza­ción, era tan exigente en eso que hasta parecía imposible de complacer.

Un “muy bueno” en el dictado mucho no la convencía. Para peor, yo en esos días luchaba tenazmente con mi pésima ortografía; y eso que era una lectora incansable. Mi irremediab­le tendencia a la distracció­n impedía que llegara al rendimient­o deseable.

No era fácil lidiar con su alto nivel de exigencia, pero más duro fue cuando me confesó que ya no esperaría un “excelente, felicitado” de mí en el dictado semanal. Me dijo algo parecido a que no iba a pedirme algo que yo no podía darle.

Fue una tarde, en la vereda de la escuela, y me pareció que lo decía sin siquiera mirarme, por lo que tuve que escucharlo desde abajo, como quien recibe el peor golpe. Ningún reto podría haber tenido en mí un efecto más estimulado­r que semejante expresión de resignació­n ante mi mediocre rendimient­o.

La cosa es que, cuando se acercaba el Día de la Madre, yo procuraba tener una hoja de examen sin correccion­es y con una expresión de conocimien­tos óptima, para llevarle a la cama al momento en que se despertara el domingo en cuestión. Y ella, entonces, se alegraba de modo genuino.

Con las propias manos

Otra opción era hacerle algo con mis manos. Parecía detestar las tarjetas compradas. Durante mucho tiempo, creí que ese sentimient­o era algo compartido por el resto del mundo, y es por eso que jamás invertí en una salutación impresa y hasta siento por ellas cierto desprecio.

En los cajones, o debajo del vidrio de su mesa de luz, se iban sumando, año a año, hojas rayadas con ilustracio­nes infantiles. En ellas, por lo general, aparecía su figura de cabello negro, un corazón rojo enorme y yo con el pelo atado en una o dos colitas.

No puedo dejar de pensar en eso cuando veo vidrieras intervenid­as para impulsar compras de objetos de consumo con el fin de demostrar aprecio a las madres. O los folletos que acumulan ofertas de electrodom­ésticos.

Asumámoslo: es una fecha comercial, la más importante del año para el retail.

Pero tengo que decirles a los empresario­s, o a quienes los asesoran, que mi mamá era como cualquier otra: todas adoran ver que les dedicamos tiempo, más que dinero.

Crear algo especialme­nte para ellas es como regalarles, en un pequeño soporte, toda nuestra energía, nuestro esfuerzo y nuestra concentrac­ión puestas en ellas, en honrarlas con algo, aunque el resultado esté lejos de ser una gran obra de arte.

Es por eso que, cada año, procuro escribir un artículo dedicado a ella. Hacerlo es, para mí, una necesidad, más que un trabajo. Será que, más que nunca ahora, cuando ya no puedo darle nada directamen­te, quiero seguir su sugerencia. Hoy, que no tengo que buscar más en las vidrieras tratando de, por una vez, acertar en mi regalo de adulta, vuelvo a lo que no fallaba nunca de niña.

Esta nota, buena o mala, hoy es para mamá.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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