Los ríos de sangre Edgardo Moreno
“No pecó por embriaguez de sangre la Revolución Francesa, sino por haberse embriagado con palabras sangrientas”.
En su memorable biografía de Joseph Fouché, el escritor austríaco Stefan Zweig dejó como legado esa descripción genética de la violencia política.
Quién mejor que Fouché para eviscerar ese fenómeno y exponerlo en sus causas profundas.
Fouché fue el político felón, sagaz y sigiloso que ascendió al poder con los jacobinos de Robespierre, pidiendo la guillotina para el rey Luis XVI, hasta que olfateó el derrumbe de la Revolución y se pasó con armas y bagaje al servicio de Napoleón. A quien también traicionó, a tiempo para ayudar a la restauración de la monarquía y ser ministro de Luis XVIII, a la sazón hermano de aquel otro rey decapitado.
Al final de esa experiencia, Fouché advierte de una constante: todos sus mandantes recorren el mismo itinerario.
Empiezan intentando tener a raya a sus adversarios con la amenaza, mientras embriagan a sus seguidores hablando de traiciones y patíbulos. Cuando llegan al poder, esa misma exaltación violenta les pasa factura.
Todos parecen conmoverse al ver rodar de a cientos las cabezas. Siempre tarde. La simiente del crimen germina en el consentimiento teórico de este.
La enfermedad de un juez de cámara impidió ayer una coincidencia desagradable entre el cumpleaños de la expresidenta Cristina Fernández y su primera comparecencia como acusada en un juicio oral y público.
Su abogado patrocinante, Gregorio Dalbon, no celebró ese azar presunto. Afirmó que si su clienta fuese detenida como consecuencia de las numerosas investigaciones judiciales en su contra, “el pueblo saldrá a la calle y correrán ríos de sangre”.
Dalbon es reconocido por su propensión a declararse encima. Pero la expresidenta no le corrigió ni una coma. A buen entendedor: no le disgusta la drástica advertencia.
La campaña electoral y los procesos judiciales contra Cristina coincidirán, para desgracia del debate político en Argentina.
No es culpa de los electores, pero esa coincidencia será un dato insoslayable. En especial para Cristina, cuyo tablero de decisiones políticas incluye la variable de su libertad personal.
Dos escenarios posibles se perfilan para la expresidenta.
El más obvio de todos es una apuesta a todo o nada. Presentarse como candidata, impugnando a todos los tribunales como si fuesen meros inquisidores políticos. Afirmarse en la convicción de que le espera un triunfo. Y que las urnas den el veredicto en las causas en su contra.
Esta opción requiere de un paso clave: llegar al balotaje y ganarle a Macri. De lo contrario, el resultado es nada.
El segundo escenario es menos épico. Consiste en ratificar en todas las instancias previas al balotaje el caudal de votos que conserva, para negociar luego su integración en una estrategia opositora liderada por otro candidato. A cambio de una amnistía general y amplia para sí misma y todos los investigados de su sector político.
¿No la obtuvo acaso un sector del peronismo presionando en las puertas de las cárceles en 1973? ¿Qué decían entonces los abogados patrocinantes? Que el pueblo estaba en la calle. Y que correrían ríos de sangre. La amnistía ocurrió. La masacre también.
Cristina evalúa en silencio estas opciones, mientras alienta la retórica patibularia.
Un tercer escenario sobreviene a su hipótesis más optimista: qué haría si lograra recuperar la presidencia.
Sin la supersoja de otros tiempos, sin crédito externo, sería la presidenta de un nuevo default.
¿Podría ejecutar el populismo que ya hizo? Sólo para los propios. Expulsando población, al estilo militar de Nicolás Maduro.
O podría girar a lo Fouché, sorprender y terminar las reformas de Macri.
Admiten ruborizados los macristas que a esa Cristina pragmática, inverosímil e imaginaria ninguna fuerza alcanzaría a derrotarla.
DALBON ES RECONOCIDO POR SU PROPENSIÓN A DECLARARSE ENCIMA. PERO LA EXPRESIDENTA NO LE CORRIGIÓ NI UNA COMA.