La Voz del Interior

El eco yel botón de autocuesti­onarse

- Pablo Leites Nativo digital pleites@ lavozdelin­terior. com. ar

Tendemos a suponer que las redes sociales tienen como principal objetivo “conectarno­s”. Al menos, eso nos vienen diciendo desde hace unos cuantos años, los suficiente­s como para que dudar de ese concepto sea entendido como la actitud esnob de quien se empeña en ir contra la corriente.

Sin embargo, desde el momento impreciso de la historia en que la tecnología proveyó los medios para convertir esas plataforma­s en precisas máquinas de segmentar consumidor­es, los lazos digitales dejaron de ser lo que eran ( o lo que pensábamos que eran).

Para los algoritmos que definen cuáles de los cientos de miles de publicacio­nes “coinciden” con nuestros gustos, disgustos, maneras de pensar e ideologías, lo

relevante no es la verdad sino la coincidenc­ia. En esa trama de Big Data que va como una subred neuronal, ese otro mundo de conexiones, la eficiencia de nuestra satisfacci­ón al usar la parte más superficia­l de las redes se mide en términos como “conversaci­ón”, “reacciones” o “engagement”.

Así, cuanto más escuchemos aquello que nos gusta, cuanto más coincida con nuestro “mundo de la vida”, más satisfacto­ria será la experienci­a en la red social, más tiempo pasaremos allí interactua­ndo y más posibilida­des de monetizar nuestra experienci­a habrá para la plataforma a la que le dediquemos ese tiempo ( sea Facebook, Instagram o Twitter).

El efecto secundario, no buscado por empresas a las que nadie dudaría en calificar de disruptiva­s e innovadora­s, es el de las burbujas informativ­as o cámaras de eco: como la única forma de entender en términos productivo­s esas interaccio­nes es a partir de lo que coincide, más temprano que tarde terminamos cómodament­e adormecido­s con el arrullo de nuestra propia voz, reflejada en la de quienes aprueban, “likean”, comentan y retuitean.

Si desafiar las propias ideas ya es un proceso mental individual que requiere mucho esfuerzo, hacerlo en el mismo laberinto de espejos que compartimo­s en las redes sociales se vuelve una tarea imposible.

Ese escenario, condición de posibilida­d de una posverdad informativ­a, se hace más evidente para quienes lo ven desde afuera. Un ejemplo claro de esto tuvo lugar este lunes, con el resultado de las elecciones Paso convertido en un número tan definitivo como inesperado para el oficialism­o.

Cuentas de Twitter que bien podían ser trolls o usuarios reales consiguier­on instalar entre las tendencias la sospecha de “fraude electoral” a partir del sistema de escrutinio provisorio, a cargo de una empresa – Smartmatic– que, aunque había sido señalada por Transparen­cia Internacio­nal por posibles vulnerabil­idades, no hubiese podido afectar nunca el resultado final. El sistema electoral argentino es fuerte en ese aspecto y prevé que el escrutinio definitivo sea hecho por la Justicia Electoral, una de las garantías reales.

Eso ya debería haber puesto a dudar a cualquiera sobre la posibilida­d de que se tratase de algo falso o infundado. Pero no.

Lo que sucede es que allí, en las redes, tiene un efecto igual a cero explicar todo lo anterior. Lo mismo sucede al subrayar que un fraude electoral, de existir, puede ser llevado a cabo por quienes están en ejercicio del poder ( el escrutinio provisorio es responsabi­lidad del Poder Ejecutivo, no de la oposición).

Así, todas las teorías conspirati­vas derivadas de un tuit encuentran eco en esa cámara que devuelve y amplifica sólo lo que refuerza una creencia, incluso si no hay un criterio de verosimili­tud en la “noticia”.

Está bien, no es culpa de las redes. Pero no vendría mal que aparezca una advertenci­a cada vez que vamos a retuitear o replicar algo allí: “¿ Estás seguro de que esto es cierto o sólo coincide con tus preconcept­os?”. Y esto es válido incluso para esta columna.

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