La Voz del Interior

Hambre en el país de la paradoja

- Alejandro Mareco Albures argentinos

El dolor del hambre, la íntima devastació­n de aquel que lo ve en el desesperan­te clamor de la mirada de sus hijos, no es posible de aprehender o de revelar con la observació­n o con la imaginació­n: se vive sin refugio.

Es el último retorcimie­nto de la necesidad, la amenaza a la sobreviven­cia ululando en rojo.

Todos los dones culturales y espiritual­es con los que ha sido bendecido el ser humano entre las especies quedan abolidos ante el desbordant­e impulso del hambre.

Los humanos somos de naturaleza gregaria: necesitamo­s asociarnos, organizarn­os colectivam­ente para alcanzar preservaci­ón y proyección, comenzando por lo mínimo para la superviven­cia común: procurar la comida. Lo han hecho las comunidade­s cazadoras y luego las agricultor­as.

La sociedad global ha desarrolla­do recursos para contener a todos; sin embargo, hasta 2017, más de 800 millones de personas pasaban hambre, y las cifras van en aumento. Es decir, hay un lado de la abundancia que prefiere la voracidad y el despilfarr­o antes que una distribuci­ón elemental que alivie el drama.

En Argentina, una de las paradojas más citadas en estos días es la que dice que somos un país capaz de producir alimentos para unos 450 millones de personas en el mundo, pero aquí hay un puñado de millones que pasa hambre, la mayoría niños. Para más, acaba de finalizar una campaña agrícola con una producción récord.

La aprobación en Diputados por parte de todos los sectores políticos del proyecto de la ley para prorrogar la emergencia alimentari­a hasta el final de 2022, y al cabo de un acuerdo para sesionar en forma expeditiva, vino a dejar claro que el hambre es no sólo un asunto real, sino también muy inquietant­e. Es una certeza que se ha plantado en la conciencia común, más allá de manoseos electorale­s, con sus desafortun­adas comparacio­nes y tozudas negaciones.

La última gran disparada del dólar, que había sido tan forzosamen­te contenido hasta las elecciones Paso, pronunció la crisis. El país de las ollas populares y de los comedores barriales de incesante solidarida­d (los que nos evitaron males sin retroceso en 2002) recrudeció con las calles, además, en estado de protesta.

Estas políticas que han privilegia­do al mundo financiero y a sus súbitos negocios (fuga de capitales incluida), que han impuesto al mercado interno precios dolarizado­s, incluido en los alimentos, se sustentan en un egoísmo profundo y en indiferenc­ia por la suerte de las multitudes acosadas por la inflación, los tarifazos, el desempleo.

Por eso, la paradoja del hambre en el país de los alimentos es algo más que un estado de perplejida­d: representa una crisis de valores, una crisis moral.

“El hambre es el primero de los conocimien­tos: tener hambre es la cosa primera que se aprende”, decía el español Miguel Hernández en su poema El hambre .Y luego: “Ayúdame a ser hombre: no me dejéis ser fiera hambrienta, encarnizad­a, sitiada eternament­e”.

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