Ser o estar
La proximidad de la primavera se anuncia, como cada año, con vientos, lluvias y también con alergias; es que en la transición climática, además de las flores, brotan los síntomas.
Derivada del griego (allos = otro, y ergon = acción), alergia significa “reacción a lo extraño”, lo que revela que se trata de un eficaz recurso defensivo del cuerpo ante lo ajeno. Con esta perspectiva, las reacciones alérgicas no serían enfermedades, sino respuestas de autoprotección.
En la mayoría de los chicos, las respuestas son leves (ronchas, tos, escozor, secreción nasal), aunque en otros pueden complicarse o extenderse: dificultad para respirar, picazón insoportable y hasta crisis generalizadas (la excepción). Los menores de 5 años –exploradores por naturaleza– son los más expuestos a lo que genera alergia: pelos, plumas, ácaros (insectos microscópicos), hongos, polen y sustancias químicas de diverso origen.
Las molestias transitorias revierten sin tratamiento; son situaciones en las que el organismo neutraliza las sustancias extrañas sin dañarse a sí mismo.
En cambio, en otros niños los mecanismos de neutralización dañan al propio cuerpo. Esto ocurre en uno de cada siete menores de 14 años, una proporción en constante ascenso debido –se postula– al número creciente de sustancias artificiales en el ambiente.
La diferencia crucial radica entre “estar alérgico” y “ser alérgico”. “Estar” representa una eventualidad, sin patrón de repetición y sin compromiso de funciones vitales (cardiorrespiratorias y térmicas). “Ser alérgico” es diferente.
A esta condición se llega por acumulación de episodios alérgicos desencadenados por el mismo elemento extraño. Esta distinción es liberadora, ya que evita etiquetar de “alérgica/o” a una niña o un niño que ocasionalmente muestra un párpado inflamado por la picadura de un insecto, urticaria luego de un atracón con chocolates o profuso moco nasal luego de días ventosos.
Es imposible que los niños no interactúen con su entorno. La pulsión de búsqueda los lleva a arrasar todo lo que los rodea.
Cualquier adulto reconoce el ímpetu por deambular, abrir cajones, desmenuzar objetos –chuparlos–, escarbar tierra o arena y saborear sustancias que los tientan. Ante esta evidencia, la tarea de los mayores consiste en minimizar los episodios que pongan en riesgo la salud infantil.
Es prudente intentar que recién nacidos y lactantes no duerman rodeados por peluches. Estos simpáticos juguetes (los de pelo largo) atraen eléctricamente a los ácaros.
“Los lavo todos los días”, argumentará algún progenitor. En verdad, lo nocivo no es el polvo inerte, sino los microorganismos adheridos. Algunos peluches, cuanto más limpios más llenos están de insectos diminutos.
Almohadas, cobertores y alfombras también acumulan partículas irritantes. Jugar o dormir en contacto con dichos elementos es respirar no sólo restos de plumas o relleno sintético, sino polvillo de piel acumulado por años, parásitos, hongos y caspa de mascotas.
Ventilar, aspirar y –si es posible– reemplazar almohadas y frazadas periódicamente reduce su potencial alergénico.
Se desaconseja el uso frenético de aerosoles en ambientes con niños.
Finalmente, pero de importancia suprema, se destacan las sustancias químicas. Ningún niño debería manipular productos de limpieza, desinfectantes e insecticidas.
Menos difundido, en cambio, es el efecto alergénico de los colorantes artificiales. La industria alimentaria utiliza masivamente tartrazina, sustancia que da color a jugos artificiales, gelatinas, caramelos y gaseosas, entre otros productos.
A propósito: ¿cómo se logra idéntico color en todas las mermeladas industriales? (El dulce casero de manzana de mi abuela lucía siempre distinto; a veces oscuro, a veces veteado).
Rendidos ante los “exploradores compulsivos”, sería prudente vaciar hogares e instituciones educativas de alergenos. Para que, aun cuando alguna vez “estén” alérgicos, no terminen “siendo” alérgicos.
* Médico y pediatra