La Voz del Interior

El desafío de alimentars­e con lo justo

- Edgardo Litvinoff elitvinoff@lavozdelin­terior.com.ar

“Venía en el ascensor con un paquetito de la panadería, y un vecino me dice: ‘Qué rico, café con medialunas’. ‘No, no’ –le digo–. Té con pan, de la canasta básica’”, cuenta Florencia Demarchi.

Ella es una de las seis personas del proyecto Czekalinsk­i que, durante seis meses, comerán la canasta básica alimentari­a con la que el Indec mide la línea de pobreza en Argentina. Té con pan será la merienda más recurrente si quiere que la mercadería le alcance hasta fin de mes.

Café será un lujo que se dará dos o tres veces: la canasta básica contempla apenas 30 gramos mensuales por adulto varón, y en el caso de Florencia, por ser mujer, son 22,8 gramos. O sea, el 76 por ciento.

Los seis cordobeses comerán las cantidades indicadas de esos 58 productos –deben ser los más baratos del mercado– y su valor mensual es hoy de 4.234 pesos. Se supone que es pobre aquel que no llega a comprarlos.

Sin embargo, nunca nadie investigó qué pasaría si alguien comiera esa canasta básica alimentari­a (CBA), que a primera vista está construida con escasas cantidades de alimentos nutritivos, pero con mucho pan, fideos y azúcar.

¿Qué pasa con la salud de la gente que come de esta manera? Es la primera vez que se realiza una investigac­ión para determinar­lo.

“Me cuesta mucho el cambio de leche entera por descremada, que además de ser más pesada y grasosa, es mala. Y extraño como loco el café. Me estoy por terminar la cuota del mes en cualquier momento y ya siento la mala onda”, asegura Martín Maldonado, uno de los voluntario­s que probarán en su cuerpo los efectos de la canasta básica. Maldonado, investigad­or del Conicet y especialis­ta en políticas de inclusión social, es también el coordinado­r del proyecto Czekalinsk­i.

En su casa, una planilla de Excel cuelga de la heladera con el listado racionado de lo que puede comer cada día. Su esposa y sus tres hijas lo ayudan a controlars­e.

En su cuarto día de dieta básica, Maldonado reflexiona: “Algo que me está pasando, que no tiene que ver con lo fisiológic­o, es que me entró como un instinto de preservaci­ón, de miedo... una sensación de proteger a mi familia y lo más básico, como la comida. Un instinto de alerta. Como una sugestión de que tengo poco, a pesar de que todavía no he pasado hambre”.

Justamente, el proyecto se propone medir no sólo las consecuenc­ias para la salud física de comer estos alimentos, sino también en los otros planos.

Los voluntario­s se realizaron en el Sanatorio Allende los primeros estudios para determinar su estado, su masa corporal, su masa ósea, etcétera. Lo harán también dentro de tres meses y al final del proyecto, para medir los resultados.

“Lo que más me incomoda es no tener la libertad de elegir lo que uno quiere comer. Hay que planificar y racionar todo. Ayer fue mi cumpleaños y tomé mate libremente. Pero casi cumplí mi cuota y no me alcanzará para todo el mes”, dice Claudia Albrecht, secretaria

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