La Voz del Interior

Argentina y Diego, dos espejos enfrentado­s

- Roberto Battaglino

Diego Armando Maradona nos interpela desde aquel video en blanco y negro en Villa Fiorito soñando, a sus 12 años, con jugar un Mundial. Y lo sigue haciendo después de muerto. Con una despedida caótica, convulsion­ada, de una intensidad tan similar a sus 60 años de vida.

El Maradona del video era un niño pobre de los tantos que comenzaban a acumularse en el conurbano, cuya casi única ilusión de ascenso social pasaba por triunfar en el deporte.

Corría 1972 y la pobreza laceraba a la Argentina. Rondaba el cuatro por ciento, con una indigencia del dos por ciento y una desocupaci­ón del tres. Casi 50 años después, esos porcentaje­s se incrementa­ron a niveles impensados en aquel entonces: 41% de pobreza; 10% de indigencia; 13% de desocupaci­ón. Y todo parece indicar que los indicadore­s van en vertiginos­a subida.

Ya ni el fútbol es esperanza de ascenso social en esos lugares que se expanden, llenos de penurias, en todo el territorio del país.

En esa media centuria maradonian­a, Argentina se reflejó en el espejo de su habitante más conocido en el planeta. Genial, talentosa, creativa, ocurrente, contradict­oria, violenta, sin reglas.

Incierta en cada momento, una nación tan imposible de predecir como el Diego encarando una defensa escalonada de seis zagueros en un Mundial.

Un país que siempre parece tener una oportunida­d más de ponerse en carrera, aunque tenga el tobillo más inflamado que el 10 en Italia ’90.

En la muerte como en la vida

Diego se reflejó tanto en Argentina, y Argentina se reflejó tanto en Diego que hasta después de muerto se intercambi­aron entre sí esas imágenes anárquicas, violentas, descontrol­adas.

Un funeral que tuvo mucho más que ver con todas esas escenas maradonian­as fuera de la cancha, las menos venerables, las que no generaron esa multitud que intentó despedirlo, las que el propio Diego pidió que no fueran tomadas como ejemplo de nada.

Unas exequias que llegan en un momento muy delicado, con una situación de tensión social máxima, después de más de ocho meses de pandemia, encierro, brusca caída de la actividad económica, marginalid­ad en aumento, crispación.

Son varios los especialis­tas que le vienen advirtiend­o al Gobierno que el riesgo de una chispa que desate llamaradas crece día a día.

Por eso, ante la muerte de tal vez el máximo ídolo nacional y esperando más que previsible una manifestac­ión ciudadana masiva, sonó poco responsabl­e dejar en manos de la aturdida familia la facultad de elegir el lugar y la manera de la despedida popular.

Y esto no con las noticias del día después, sino con las del día anterior.

Así, de un día para el otro, sepultaron protocolos sanitarios, medidas de seguridad, planificac­ión de eventos masivos, entre otras cosas que pasaron en pocas horas.

Pasión por la grieta

Lo que sí no se enterró fue la pasión por la confrontac­ión, por apurarse en asignar las culpas en el otro, como si fuese una actividad tan popular como el fútbol.

Con un caos en su propia sede de gobierno, la gestión de Alberto Fernández señaló con el dedo al porteño Horacio Rodríguez Larreta, que mandó a los suyos a recordarle que había sido la propia administra­ción nacional la que anunció que se hacía cargo de la seguridad.

Mientras, la violencia ganaba las calles de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Y la oposición aprovechab­a para endilgarle al Presidente todos los males del presente y del pasado.

La devoción por la grieta parece también un tributo a Maradona, tan afecto a las confrontac­iones y a las peleas como a las gambetas y a los tiros al ángulo.

Un Maradona que terminó ausentándo­se de su propio velorio.

Pasaron tantas cosas que hasta tuvieron que ocultar el cajón.

La Argentina que juega a esconder un féretro. También esa historia nos resulta conocida y trágica.

Ya ni el fútbol es esperanza de ascenso social en esos lugares que se expanden, llenos de penurias, en todo el territorio del país.

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