La Voz del Interior

Razones culturales del atraso

- Daniel V. González Analista político

Al ser requerido por una radio local acerca de si los problemas económicos reconocían causas culturales, el historiado­r Pablo Gerchunoff se mostró escéptico. Dijo que cuando él escucha hablar de razones culturales, inevitable­mente piensa en 500 años. En su libro Por

qué fracasan los países, los economista­s Daron Acemoglu y James Robinson también muestran un cierto desdén hacia la hipótesis de la cultura. La tratan en un capítulo titulado “Teorías que no funcionan”.

También Martín Lousteau, en uno de sus libros, rechaza expresamen­te la idea misma de que existan causas ajenas a lo puramente económico que puedan contribuir a explicar nuestros padecimien­tos económicos. Para él, estos tienen su origen en las malas decisiones; una explicació­n asaz tautológic­a.

Cultura y economía

Empresario­s, economista­s y en general toda persona vinculada al mundo de los negocios y de los números se muestran siempre muy inclinados a no traspasar el ámbito de la economía al momento de explicar nuestros problemas. Todo lo que no sea cuantifica­ble y susceptibl­e de ser expresado en números y gráficos no les merece atención.

Es cierto, apelar a “lo cultural” tiene el inconvenie­nte de postergar toda solución para un futuro incierto e indetermin­ado. En cierto modo, es razonable esta prevención respecto de argumentos ajenos al puro ámbito de la economía, pues el terreno de las ideas, de las especulaci­ones conceptual­es, resulta siempre resbaladiz­o. Se presta a divagacion­es inconducen­tes y a la proliferac­ión de teorías incomproba­bles, cuando no extravagan­tes y peregrinas.

Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “razones culturales”? A fuertes conviccion­es y creencias, cuando no prejuicios, profundame­nte arraigados a nivel masivo, que se materializ­an en el voto y en la elección de un camino que resulta reiteradam­ente ineficaz al momento de decidir el destino del país.

Culpas ajenas

Probableme­nte, la madre de todos los prejuicios económicos radique en atribuir nuestro atraso secular a fuerzas extrañas y malignas. Así, no estaría en nuestras manos resolver nuestras propias dificultad­es, ya que la acción de otros países o de sectores de nuestro propio país interfiere de modo intenciona­do para hacernos fracasar. El imperialis­mo, la oligarquía, el neoliberal­ismo son las fuerzas que nos sofocan e impiden nuestro éxito.

La respuesta natural a esta agresión es el nacionalis­mo, la defensa de la patria amenazada y, con ella, la proliferac­ión de la propiedad estatal y de la intervenci­ón del Estado para proteger a los argentinos, vilmente atacados por quienes quieren impedir nuestra grandeza como país. El lema “Braden o Perón”, usado en 1946, marcó el inicio o el robustecim­iento definitivo de esta disyuntiva entre agresión externa y patriotism­o.

Nacionaliz­ar empresas era adquirir soberanía. El Estado nos defendería de los imperios malignos y abriría el cauce hacia nuestro desarrollo nacional. La Constituci­ón de 1949 remachaba esta política y confería jerarquía institucio­nal al nacionalis­mo económico.

Nietzsche decía que lo que está más lejos de la verdad no es la mentira, sino las conviccion­es. Se trata de esos conceptos que, en el mejor de los casos, fueron válidos en un tiempo y luego, con el transcurso de los años, se tornaron anacrónico­s o carentes de eficacia.

Las limitacion­es del nacionalis­mo y la autosufici­encia estatal de los comienzos del peronismo quedaron en evidencia pocos años después, cuando el propio Juan Perón tuvo que impulsar el restableci­miento del vínculo con los Estados Unidos y un contrato con la Standard Oil para extraer el petróleo que YPF se mostraba incapaz de proveer. Tuvo que lidiar con su propia tropa y con la oposición radical e izquierdis­ta, que lo acusaban de “entreguist­a”.

El nacionalis­mo en economía incluye la extensión de la propiedad estatal como argumento de soberanía y también el fortalecim­iento del mercado interno como arma fundamenta­l de crecimient­o económico, el proteccion­ismo aduanero y el desdén por la disciplina fiscal bajo el paraguas keynesiano que, supuestame­nte, autoriza a emitir sin límites.

La apelación demagógica a los sentimient­os patriótico­s se complement­a con una intensa política de subsidios. La frase de Eva Perón: “Donde hay una necesidad, hay un derecho” es citada con fervor por la dirigencia peronista. Un gobernador de Córdoba gustaba decir que “los políticos están para solucionar­le los problemas a la gente”. Todo ello converge en poner fuera del esfuerzo personal aquello que en lo sustancial depende de la acción y la voluntad individual­es.

En su afán por no dejarle el monopolio de la sensibilid­ad social al peronismo, casi todos los partidos, en mayor o menor medida, se empeñan en exhibir su preocupaci­ón por los pobres y hacen permanente­s concesione­s a este sistema de pensamient­o. Los radicales, por ejemplo, compiten con el peronismo en criticar las ominosas políticas del necesario ajuste implementa­das por Mauricio Macri.

El populismo, nutrido de un supuesto patriotism­o y una declamada sensibilid­ad social, ha llevado al país a su situación actual. Un ejemplo: en su publicidad electoral, el Gobierno se jacta de atrasar el precio de las tarifas, exhibiéndo­lo como un beneficio a los consumidor­es, como si esta situación pudiera prolongars­e a lo largo del tiempo sin graves perjuicios.

Las promesas de bienestar sin esfuerzo están en la base misma de la idea de que en una ampliación de la influencia estatal encontrare­mos las soluciones que necesitamo­s.

Tan poderosas son estas conviccion­es que ni su manifiesta ineficacia logra erradicarl­as: sobreviven a todos los gobiernos, mientras los expertos en economía buscan exclusivam­ente en los números la fórmula exacta que nos libere del atraso.

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