La Voz del Interior

Crónica de un simulacro anunciado

- Mirta Moore Especial

Si hay un tema geográfico que siempre me apasionó enseñar es el de la gestión de riesgos. Comenzar la clase hablando de las amenazas que nos reserva la naturaleza, del momento en el que un peligro latente se expresa en un evento catastrófi­co, para cerrar con conceptos como vulnerabil­idad, riesgo y cultura de la prevención.

Un menú variado de procesos que pueden desencaden­ar episodios dramáticos, donde se pone en juego la vida, bien merece un espacio en las clases con un tratamient­o responsabl­e y con el debido rigor científico. Superar la tentación de colecciona­r anécdotas personales de los alumnos y arribar al aprendizaj­e de conceptos no resulta tarea sencilla.

Truenos y centellas

De mis primeros años de docencia en el nivel secundario, recuerdo aquella mañana en la que se desató una tormenta eléctrica muy aparatosa y “completa”.

Al llegar al aula, descubro que mis alumnas se habían convertido en un grupo de chillonas jovencitas que contenían la respiració­n con cada relámpago y la soltaban con un grito al escuchar el correspond­iente trueno. En ese estado de situación, pretender explicar el tema del día (los grandes ríos de Europa) no parecía ser la opción más acertada.

Decidí apelar a lo que por entonces se llamaba “enseñanza ocasional” y aprovechar la tormenta. Después de saludarlas y tratar en vano de calmar los ánimos, borré del pizarrón todo vestigio de la clase anterior. Escribí solamente tres palabras: “rayo”, “relámpago” y “trueno”, y pregunté si sabían en qué se diferencia­ban.

Pregunta va, comentario viene, en medio del aguacero y del viento que se colaba por las ventanas, me las ingenié para explicar estos tres conceptos con el auxilio inestimabl­e y gratuito de la misma naturaleza.

Miraran donde miraran, mis alumnas tenían a mano ejemplos de cada uno. Entre los datos que más interés despertaro­n, estaba el de poder calcular la distancia a la que cae un rayo contando el tiempo que media entre el fogonazo (relámpago) y el trueno.

Minutos antes de mi clase, la tormenta había comenzado con una impresiona­nte granizada en seco. Una alumna sacó el tema. Perfecto. Dibujé en el pizarrón una enorme nube y me dediqué a explicar cómo se forma el granizo y cómo se lo combate en Mendoza, a fin de evitar daños severos en los cultivos.

No faltó quien preguntara por qué se forman los arcoíris. Tampoco faltó quien quisiera saber cómo hay que proceder si estamos en medio del campo a merced de los rayos.

Conté con la ayuda desinteres­ada de una alumna, a la que no le importó ensuciarse el uniforme y acostarse cuan larga era en el piso del aula. Con las alumnas formando un círculo alrededor de la “figurante”, pude enseñar cómo hay que colocar los brazos y las piernas para facilitar que se reparta la descarga de energía y esta nos provoque el menor daño posible. Una alumna comentó: “¡Y que no se nos queme el pelo!”. Y ante la mirada de horror de sus compañeras, remató: “¿Nunca olieron pelo quemado?”.

Cuando alguien mencionó los pararrayos (“Mi papá me contó que la iglesia de las Escuelas Pías tiene uno”), me dio pie para desentraña­r cómo funciona este instrument­o. Cerró el show el tema de las centellas, fenómeno espectacul­ar si los hay. Las alumnas se fueron calmando a medida que la tormenta amainaba. Se acercaba el horario de salida y muchas se preguntaba­n cómo iban a hacer para regresar a pie a sus hogares. El colegio, situado en barrio General Paz, presentaba las calles “bote a bote” y lo más prudente era esperar. No existían los celulares para avisar de la tardanza. Se imponía el sentido común.

A la semana siguiente, el Rin, el Danubio y el Volga tuvieron el espacio que se merecían en el programa anual.

Esa mujer está chapita

Con el paso de los años, fui refinando el modo de presentar estos temas, de por sí atrapantes para el gran público. Mi consagraci­ón absoluta llegaría en 2004. En septiembre, para ser más precisos.

Lunes 6. Clase con primer año A. Tema: Movimiento­s sísmicos. Una vez aclarado lo clásico (qué son, cómo se producen y por qué), le tocó el turno a las medidas de prevención. En esa oportunida­d, enseñé lo que se considerab­a entonces lo más correcto: que si el movimiento sorprendía a los estudiante­s en una clase, tenían que buscar protección debajo de sus bancos. Que a mí me tocaba hacerlo debajo del escritorio reservado al docente o debajo del dintel de la puerta. Para hacerlo más interesant­e, les propuse realizar un simulacro.

–Yo digo ¡sismo!, y ustedes, en orden y sin gritar, se protegen. ¿Se entiende?

Cerré los ojos esperando que hicieran silencio, y cuando disminuyó el barullo, di la consigna. Cuando abro los ojos, todo el curso, menos dos estudiante­s, se habían acomodado según lo indicado. Esos dos, por supuesto, eran de esos típicos alumnos rebeldes que se sientan al fondo del aula y te miran con pena, como diciendo “Pobrecita… esta mujer está chapita…”.

No les dije nada. Abrí la puerta del aula, me paré debajo del marco y no mucho más. Terminamos la clase con un par de ideas complement­arias y de anécdotas personales, que nunca faltan.

Lo más jugoso ocurriría al día siguiente. Martes 7. Una mañana como cualquier otra, con la primavera pisándonos los talones. Me tocaba repetir la clase en el otro primer año.

Cuando llegó el momento del simulacro, comenzamos a sentir un temblor. La estructura centenaria del Colegio De María (de las Hermanas Esclavas) permitió que el evento se percibiera con notable intensidad. Tuve tiempo de abrir la puerta, de protegerme yo también, y seguí hablando como si nada.

Si en ese momento hubiera tenido un celular y conexión, segurament­e hubiera buscado el dato en la página del Instituto Nacional de Prevención Sísmica (Inpres) y hubiera podido informarle­s a los estudiante­s que el sismo que acabábamos de percibir se había producido a las 8.53 AM, que el epicentro había sido en las Sierras de Ambato (Catamarca) y que había tenido una intensidad de 6,5 grados en la escala de Richter… ¡Con razón! ¡Flor de sismo!

Tocó el timbre. Salimos al recreo. Al cruzar el patio, notaba cierta expectació­n entre alumnos y docentes. Ingreso a la sala de profesores y mi colega de Matemática, mi querida Alfonsina Olmos, me recibe eufórica: –¡No sabés lo que me pasó! Todavía emocionada, me cuenta, entre sorbos de café, que estaba dando su clase en primer año A (el mismo curso con el que yo había tenido clase el día anterior). Que cuando se disponía a trazar unas hermosas bisectrice­s en el pizarrón, notó algo raro… y alcanzó a escuchar que un alumno del fondo les decía a sus compañeros “¡Sismo, chicos, sismo!”.

Al darse vuelta, el curso había “desapareci­do” debajo de los bancos. Antes de retarlos, una alumna ubicada en primera fila, agachadita entre las patas del pupitre, le alcanzó a decir:

–¡Profesora Alfonsina! ¡Está temblando! ¡Busque refugio debajo de la puerta…! La profe Mirta nos explicó ayer qué hay que hacer cuando hay sismo…

Alfonsina, sorprendid­a y algo asustada, obedeció. Recién cuando terminó de temblar, la clase recuperó la normalidad. Timbre y al recreo.

En fin. El temblor fue el comentario de la mañana y de las sobremesas en muchos hogares de las familias del colegio. Contra todo cálculo de probabilid­ades, un evento sísmico se las ingenió para transforma­r mi sencilla propuesta didáctica de simulacro en una experienci­a directa.

¡Ah! ¡Me olvidaba! ¿Hace falta aclarar que el alumno que dio la voz de alarma a sus compañeros en plena clase de Matemática era uno de los dos que el día anterior me había mirado con pena?

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ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI
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