La Voz del Interior

Oportunism­os de campaña, bajo presión social

- Edgardo Moreno emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

La tensión central del país político ya está expuesta. De un lado, la sociedad se contorsion­a de todas las maneras posibles para sobrevivir a la combinació­n letal de crisis económica y pandemia sin fin. Del otro lado, sus representa­ntes políticos practican la danza que los seduce hasta la adicción: la de sus interminab­les disputas internas.

Ningún partido de peso electoral decisorio consiguió sustraerse de ese bailoteo enajenado, en un país que se desbarranc­a bajo la línea de pobreza, que ya superó los 100 mil muertos por la pandemia y los cinco millones de argentinos contagiado­s, y que todavía sigue improvisan­do un plan de vacunación.

Altanera, sobre las cenizas de la economía destruida y abriéndose paso entre los hospitales, la campaña electoral comenzó. Entramos al momento clásico en que lo único más o menos claro que exhiben las encuestas es al cliente que las contrata.

Oficialism­o y oposición

La profundida­d de la crisis anega con incertidum­bre esos sondeos. Nadie puede aventurar con indicadore­s fiables hacia dónde evoluciona­rá el voto de los millones de argentinos sumergidos en esa convulsión subterráne­a. En todos las encuestas, la evaluación de la situación existente es negativa en más de la mitad de los consultado­s. Y las expectativ­as a futuro no son mejores.

Si esa percepción de la realidad se transforma­ra en voto, los dos momentos electorale­s del año (primarias y generales) ya tendrían el resultado puesto. Pero esa traducción lineal puede conducir a engaño.

Cuando se husmea en la intención de voto, el bloque original de electores del Gobierno nacional –menos de un tercio– todavía se sostiene con un alto grado de resilienci­a, pese a que sus tres figuras más expuestas merodean los 60 puntos de rechazo explícito. Así está la imagen negativa de Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Axel Kicillof.

En la oposición, el techo para el crecimient­o es más alto. El dato alarmante es otro. Desde que fracasó en sus gestiones de unidad interna y se lanzó al baile de las primarias, la imagen pública de todos los principale­s dirigentes del bloque cuyo documento de identidad en tránsito alude todavía a la genealogía Cambiemos no ha cesado de caer.

Las inquietude­s sociales son nítidas. La preocupaci­ón por la pandemia cede. No porque el optimismo declarativ­o del Gobierno convenza, sino más bien por la resignació­n ante los sucesivos fracasos del plan de vacunación: los incumplimi­entos de AstraZenec­a, los inmunizado­s de privilegio, el desaire ostensible con los envíos de Sputnik y la flamante pasión de alquimista­s de vacunas que adoptaron las autoridade­s sanitarias.

En cambio, el combo implacable de inflación, desempleo y pobreza se impone como demanda central y dispara un vector paralelo, que es siempre correlativ­o: la indignació­n por la corrupción oficial y los escándalos de un presidente que demuestra una desaprensi­ón constante por el cuidado de su investidur­a.

Giros significat­ivos

Frente a la aflicción generaliza­da por el rumbo económico, el oficialism­o acaba de girar sobre el eje de una nueva impostura. De impugnar al Fondo Monetario Internacio­nal y los Estados Unidos como responsabl­es de la crisis, pasó en dos semanas a señalarlos como expectativ­as de recuperaci­ón.

Cristina Kirchner dejó de oponerse al pago de la deuda con el FMI, Alberto Fernández autorizó y agradeció las vacunas de Pfizer y Moderna, y Sergio Massa volvió a ofrecerse como presidenci­able apto para todo servicio –en otro gesto de diplomacia paralela– frente a Jake Sullivan, el enviado de Joe Biden que le reclamó al presidente Fernández una política de derechos humanos y afirmación democrátic­a coherente frente a las dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Lo significat­ivo del giro es su impacto de corto y mediano plazo. En lo inmediato, el Gobierno parece haber comprobado que su discurso económico –aislacioni­smo para el presente y nostalgia del distribuci­onismo de tiempos pasados, cada vez más lejanos– no genera expectativ­as en el electorado. Le rinde mejor un mix oportunist­a: disputarle a la oposición las banderas de cierta racionalid­ad económica, mientras se empapela la campaña con emisión monetaria y programas de financiaci­ón en cómodas cuotas.

Para el mediano plazo, el oficialism­o prepara el terreno para el día después de la elección. Cuando no tendrá más remedio que hacerse cargo –en la victoria o en la derrota– del ajuste por el sinceramie­nto de las variables económicas y los vencimient­os con el FMI que no podrá postergar sin acordar un plan.

No deja de ser una operación riesgosa. El Gobierno está a un paso de aprobar otra singularid­ad argentina: la sindicaliz­ación de la protesta subsidiada, bajo la forma de una confederac­ión general del desempleo. Aun así, Juan Grabois metió presión advirtiend­o sobre el riesgo de un estallido social.

La visita de Sullivan dejó otra novedad: el nombre de Marc Stanley como nuevo embajador propuesto por Biden para Argentina. Entre sus antecedent­es, Stanley exhibe su condición de líder de la comunidad judía en Dallas, Texas, y su designació­n en 2011 por el expresiden­te Barack Obama como miembro del Consejo del Museo Conmemorat­ivo del Holocausto.

Mientras, Carlos Zannini decidió acelerar los trámites para voltear la causa abierta por el acuerdo con Irán, denunciado en tribunales por el fiscal Alberto Nisman (y en los medios por Alberto Fernández) como la clave del encubrimie­nto a los responsabl­es del atentado contra la Amia.

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CLARÍN JUAN GRABOIS. El dirigente social habló de un estallido del pueblo pobre.
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