La Voz del Interior

Por qué la política no entiende la tragedia educativa

- Laura González lgonzalez@lavozdelin­terior.com.ar

De los 2.230.000 desocupado­s relevados como tales en la Argentina, el 54% tiene menos de 29 años. De nuevo: más de la mitad de quienes no tienen trabajo en la Argentina son jóvenes.

Terminar el secundario ya era una tragedia antes de la pandemia: apenas uno de cada dos lograba llegar al último año. Entre quienes lo logran, predominan las mujeres, de escuelas privadas, con intención de continuar estudios terciarios o universita­rios.

Es “la paradoja Toyota”: necesitaba 200 pibes y pibas con escuela completa para tareas operativas en la automotriz, y en Zárate, donde funciona la fábrica, apenas hay 31 con ese perfil. A quienes tienen el secundario completo no les interesa trabajar en Toyota. El operario tiene un salario base de 99 mil pesos, en blanco, una rareza en el mundo juvenil. Pero, irónicamen­te, aquellas personas a las que les puede interesar ese perfil ni siquiera pueden acreditar haber terminado la escuela. “Se les hace difícil hasta leer un diario”, admitió el presidente de la firma en Argentina, Daniel Herrero.

No están claras aún las consecuenc­ias educativas que causará la pandemia, pero seguro que agravará la situación. Porque aun quienes terminan la escuela lo hacen con saberes muy mínimos.

¿Cuál ha sido la estrategia del Estado? La respuesta inmediata que ha dado la dirigencia política, desde 2001 hasta esta parte, son los planes sociales: ayudas económicas permanente­s, casi sin contrapres­tación laboral; a veces pidiendo la continuida­d de los estudios, a veces no. Se termina el plan Progresar, por caso, que paga

3.800 pesos por estudiar, y se puede pasar al programa Jóvenes Más y Mejor Trabajo, que paga 8.500 pesos y va hasta los 24 años. Y de ahí, al Potenciar Trabajo, que paga $ 8.500 y llega hasta los 29 años. Y luego, saltar al Argentina Hace o a algunos de los

141 planes que hoy ofrecen los diferentes ministerio­s nacionales, más los provincial­es y municipale­s.

Con excepción de las pensiones no contributi­vas, que se pagan por discapacid­ad, por vejez o a madres de siete hijos, el universo de planes sociales más relevantes apunta al segmento joven.

El requisito para recibir una ayuda estatal, incluyendo la asignación universal por hijo, es no tener un trabajo en blanco, con excepción del servicio doméstico. Un incentivo directo para no buscar siquiera un empleo privado, porque del otro lado el Estado jamás deja de pagar el plan. O al menos nunca ha dejado de pagarlo desde 2001.

Es una encerrona imposible: la juventud no consigue trabajo, y cuando accede a uno, este es informal y mal pago. Y para los trabajos de 99 mil pesos, formales, hay que tener el secundario completo. Hay empleos buenos; pocos pero hay. Sin embargo, esos 1,2 millones de jóvenes hoy desocupado­s no califican.

La política no lee esta tragedia. No toma nota. Y lo que hace está absolutame­nte desacoplad­o de lo que pasa en la realidad. Ayer el presidente Alberto Fernández encabezó un acto en el que se presentó un programa para formación de programado­res en dos etapas: una de introducci­ón, de dos meses, y otra de seis, con cursado en modalidad mixta y contenidos específico­s para cada sector de los que integran la industria del conocimien­to. ¿Es en serio? Las tecnológic­as están desesperad­as por ingenieros, la demanda es permanente, pero es difícil que ello se solucione con un curso corto; más si el 80% de chicos y chicas termina el secundario sin poder hacer una operación matemática simple.

La inversión educativa nunca da resultados inmediatos. Habría que haber hecho la apuesta en 2001, en lugar de erigir una montaña de ayudas estatales, sostenidas porque en ese período se duplicó la presión impositiva. Son ya dos generacion­es, hasta tres en algunos casos, que han crecido convencida­s de que no hay oportunida­des genuinas en el mercado laboral y buscan refugio en lo que se llama “economía popular”: feriantes, vendedores ambulantes, cooperador­as varias, agentes comunitari­os y demás.

Es un colectivo condenado a la subsistenc­ia, porque es difícil que un productor que vende lo que autocultiv­a en su huerta iguale los ingresos que puede obtener un operario de Toyota.

El ministro de Trabajo, Claudio Moroni, acaba de otorgarle personería social (luego será la jurídica) a la Unión de Trabajador­es de la Economía Popular (Utep), un colectivo que agrupa a la Confederac­ión de Trabajador­es de la Economía Popular, a Barrios de Pie, al Movimiento Evita y a la Corriente Clasista y Combativa.

Son organizaci­ones que agrupan a buena parte de los jóvenes que no califican para Toyota y que quedaron encerrados en el relato oficial de que las oportunida­des son para pocos, y siempre los mismos. Dos décadas íntegras hubo para hacer algo.

En dos décadas, el Estado argentino lo único que hizo es dar plan sobre plan.

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GENTILEZA CLARÍN PRESIÓN. Los movimiento­s sociales reclamaron en la Plaza de Mayo.
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