La Voz del Interior

Tierra de festivales

- Juan Manuel Pairone jmpairone@lavozdelin­terior.com.ar

Son los últimos días de mi aislamient­o y podría estar haciendo cualquier otra cosa que no requiera salir de los límites de mi hogar. Pero en realidad no tengo opción: estoy escuchando Cosquín Rock por la radio.

Es la primera vez en varios años que no estoy ahí presente y es culpa del Covid. Iba a ser mi cuarto festival en casi la misma cantidad de semanas, y también iba a ser el cierre perfecto del verano en el que volvieron las coberturas. Pero, no. La seguidilla de eventos masivos, las aglomeraci­ones y la falta de cuidados a nivel social contribuye­ron a que no lo lograra.

Días antes de partir hacia el aeródromo de Santa María de Punilla, confirmé mi contagio y me quedé afuera del regreso del mayor festival rockero del país. Sin embargo, necesito estar conectado de alguna forma; por eso pongo la radio. Y aunque no escuche los shows en detalle o no tenga demasiadas expectativ­as en algún artista en particular, la transmisió­n suena en el living de casa durante el sábado y el domingo, como una presencia constante de las tardes del fin de semana en el que se realiza el festival.

Aunque yo no esté ahí, busco que algo de todo eso me llegue de alguna forma.

Enero en la piel

Después de un verano de 2021 que no tuvo eventos masivos, enero de 2022 fue una vez más lo que supo ser: un mes de madrugadas largas, de adrenalina popular y de crónicas con ojos cansados y oídos atentos. Volvieron los festivales, y para muchos periodista­s y reporteros gráficos también volvieron las coberturas, esos pequeños paréntesis en la vida cotidiana que abre la profesión, y que modifican cada aspecto de nuestra rutina durante un puñado de días. Una montaña rusa en el más literal de los sentidos.

Porque para quien no lo sepa en primera persona, la vida durante una cobertura se reduce a lo que sucede allí, a eso que vamos a atestiguar y a contar. Sea en Jesús María o en Cosquín, en el festival de Peñas de Villa María o en el Lollapaloo­za, la sensación es la misma. La vida por fuera del festival queda suspendida durante un breve lapso en el que casi no estamos para otra cosa que no sea lo que pasa en el entorno festivaler­o en el que nos movemos.

Una jornada de cobertura en medio de la vorágine de trabajo de madrugada debería empezar pasado el mediodía. Ojalá fuera tan fácil decirlo como hacerlo. Pese al cansancio, es difícil que el cuerpo se relaje del todo y se mantenga quieto más de cuatro o cinco horas seguidas. Durante el tiempo que se prolongue el evento, se duerme lo justo y necesario para seguir adelante. Casi por inercia del organismo, el estado de alerta se vuelve parte de la rutina.

Cambia, todo cambia. Las comidas, las duchas, los tiempos muertos y las urgencias, los descansos, las comunicaci­ones con la familia y los amigos. Todo se da vuelta, todo se adapta a los horarios y a las rutinas de ese monstruo que intentamos domesticar en palabras, impresione­s o imágenes. Y aunque por momentos parezca que no podemos más, que el sueño nos vence y que la crónica de la noche quedará a medio hacer, siempre habrá un café o un vaso de gaseosa que nos dé el último empujón. Ese aliento necesario para terminar la jornada mientras el sol de un nuevo día hace fuerza para entrar por la ventana.

Leer el contexto

Cubrir un festival de música es, por supuesto, mucho más que cronicar lo que sucede en un escenario. Luego de las primeras experienci­as, siempre mágicas y estimulant­es, uno aprende a leer el contexto, a oler posibles pronóstico­s, a entender cómo es la narrativa propia de un evento capaz de atravesar la identidad de una comunidad.

Caso concreto: 2022 fue mi cuarto año en Jesús María y, pese a que la dinámica de lo que sucede en el anfiteatro ya prácticame­nte no me sorprende, la conexión que siento con la ciudad, con el festival y con todo lo que ocurre a su alrededor crece edición tras edición. Mientras atravieso las calles en ese momento que se debate entre el final de una noche de fiesta y un nuevo amanecer, llego a pensar que sería un lindo lugar para vivir.

Más temprano que tarde, en esa promesa de fervor, emoción y adrenalina que garantizan año tras año, los festivales se vuelven parte de nosotros, los y las cronistas. Por momentos es (o se siente) como una relación de amor y odio. Como un parentesco cercano, íntimo, que nos expone en nuestros mejores y peores sentimient­os. La euforia y la desazón, la satisfacci­ón y el sacrificio. Todo junto, dividido en oleadas, pero conviviend­o en la ansiedad de los primeros días y también en medio del cansancio del final.

La procesión siempre va por dentro en la soledad de la madrugada. Pero mientras reflexiono sobre eso, pienso necesariam­ente en el tesoro invaluable que es la gente que uno conoce en los festivales, en ese marco de trabajo pero también de mucha familiarid­ad. Compañeros y colegas de cada edición que se convierten en amigos y en confidente­s circunstan­ciales, o en espejos donde mirarse para seguir aprendiend­o.

Para mí eso tiene nombre y apellido: Claudio Minoldo, veterano y experto de 25 eneros jesusmarie­nses que me acompaña y me guía en mi inmersión en el festival desde 2018.

Alguien capaz de calcular a ojo, y con envidiable precisión, el nivel de ocupación de una tribuna; o de analizar con fundamento una jineteada incomprens­ible para ojos neófitos mientras saca fotos y hace balances con rigor histórico a vuelo de pájaro.

Saber que cada comienzo de año me reencontra­ré con él (y con muchos otros), con esas charlas, esas esperas y esos grandes conciertos compartido­s, es un alivio inmediato contra cualquier mal pasajero.

En la variedad está el gusto

Luego del impasse de 2021, volver a experiment­ar la mística festivaler­a este verano fue sentirse vivo nuevamente. Esta vez, además, se sumó una nueva parada en la lista, el Cosquín Cuarteto, que se realizó en la Plaza Próspero Molina y como un anexo del Festival Nacional de Folklore.

Cuando terminó, me di cuenta de que un tercio del primer mes del año lo había pasado entre tribunas, anotacione­s y grandes multitudes. Durante esas noches había escuchado zambas de diferentes tipos, chacareras, gatos, cuecas, chamamés, milongas, jotas, reguetón, música electrónic­a/bolichera, pop urbano, trap, mucha cumbia y muchísimo cuarteto. Había descubiert­o nuevos artistas y también algunos códigos que hasta entonces me eran ajenos. Estaba cansado y el paso de los años siempre se siente un poco más, pero valió la pena. El fuego que la pandemia parecía haber apagado estaba intacto.

Quince años atrás, cuando empecé a escribir sobre shows rockeros que iba a ver en el final de mi adolescenc­ia, pensar en que eso fuera parte de mi rutina laboral era cuanto menos una fantasía. Así que poder compenetra­rme con esos eventos y vivirlos a fondo es uno de los mayores regalos que el oficio periodísti­co le ha dado a mi curiosidad. La sola posibilida­d de abrir la cabeza y salir de la zona de confort alcanza para justificar la afirmación anterior.

Es como si uno estuviera obligado a poner en suspenso el criterio propio, aquella escala de valores con la que medimos inconscien­temente nuestros gustos, lo que nos conmueve y lo que nos da lo mismo. ¿Qué es esta música que no conozco pero siento tan cercana? ¿Por qué vienen tantas personas, de todas las edades y clases sociales a este lugar? ¿Qué hay de especial en todo esto?

Y de repente, en un momento épico del Chaqueño Palavecino o en un estribillo de cancha de La K’onga, uno entiende en carne propia lo que la gente fue a buscar. La ficha cae con el peso de lo vivido, de lo que no se puede contar si no se experiment­a con los cinco sentidos. Esa es la magia de estos encuentros que, además de ser motores vitales para sus comunidade­s, funcionan como termómetro­s de un país tanto en sus disfrutes como en sus penurias. La manifestac­ión actual de ese hilo cultural invisible que nos incita a reunirnos y a compartir el calor de ese fascinante fuego primitivo.

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