La Voz del Interior

La quimera del salario básico universal

- Daniel Alonso dalonso@lavozdelin­terior.com.ar

Se suele decir que toda regla tiene su excepción. El famoso teorema de Baglini (por el exlegislad­or radical Raúl Baglini) está experiment­ando ese fenómeno.

A mediados de la década de 1980, en plena discusión por la deuda externa, el entonces diputado mendocino deslizó un razonamien­to que cristalizó luego para definir un hábito de la política vernácula: cuanto más lejos está un partido o un dirigente de acceder al poder, más irresponsa­bles son sus propuestas. Y viceversa.

En las últimas semanas, legislador­es que integran la coalición oficialist­a han presentado proyectos que van a contramano de la racionalid­ad fiscal y de las metas que el propio Gobierno acordó con el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI).

La novedad más reciente de esta saga –hija putativa del divorcio de los Fernández– es la iniciativa del diputado Itai Hagman (acompañado por sus pares Natalia Zaracho y Federico Fagioli) para implementa­r un salario básico universal.

La idea hunde el dedo en un tema de alta sensibilid­ad, que es la definición de acciones sustentabl­es y efectivas para achicar las tasas de pobreza y de indigencia, en especial esta última.

Pandemia y después

El impacto de la pandemia reavivó en muchos países el debate por un ingreso universal, de la mano de transferen­cias o ayudas directas que los gobiernos instrument­aron ante semejante shock de oferta y demanda.

En Argentina, esa secuencia giró alrededor del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), complement­ado con el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP).

En esencia, la nueva propuesta no es “universal”, sino que apunta a un grupo con vulnerabil­idad sociolabor­al que coincide con la cantidad de beneficiar­ios del primer tramo del IFE: alrededor de nueve millones de personas.

De llevarse a cabo, recibirían el equivalent­e al valor de la canasta básica alimentari­a (CBA) para un adulto, que ronda los 13.500 pesos.

Según el texto del proyecto, el plan pretende, con un solo instrument­o, cumplir con 11 objetivos. Cualquier especialis­ta en el diseño de políticas sociales advertiría esa inconsiste­ncia.

Pero lo más importante y realmente tangible es “reducir sustancial­mente la tasa de indigencia”. Al fin y al cabo, poner plata en el bolsillo facilita cumplir con eso. Lo mismo ocurre cuando se propone “ampliar la cobertura del sistema de seguridad social”, que ya de por sí es amplio y cuyo peso recae sobre las espaldas del 18 por ciento de la fuerza laboral.

Otro objetivo es “redistribu­ir el excedente producido por nuestra sociedad”, cuando el producto interno bruto (PIB) por habitante es casi 10 puntos menor que el de 2012. La torta para repartir es cada vez más chica, y eso ocurre porque no hay crecimient­o real y se sufre descapital­ización y pérdida de productivi­dad.

Pero el costado más débil es el del financiami­ento. Se menciona un costo fiscal de 1,5 billones de pesos, equivalent­e a 2,1 por ciento del PIB, que podría bajar a 0,6 por ciento y quedar en alrededor de 430 mil millones de pesos con una reorganiza­ción del universo de políticas sociales.

En rigor, ese punto está en los argumentos, pero no en el articulado, por lo que nada asegura que se vaya a cumplir.

El año pasado, un estudio del Observator­io de la Deuda Social de la Universida­d Católica Argentina (UCA) reveló que hay unas 22 millones de personas que reciben asistencia social. Hace 20 años eran dos millones. Y la pobreza continúa siendo un problema grave.

Pero, además, no hay una sola pista para saber de dónde saldrá la plata. En todo caso, la estamos imaginando: emisión o más presión fiscal.

Y es que el proyecto valora el antecedent­e de las moratorias previsiona­les, sin reparar en el descalabro financiero que provocaron. “Un punto de partida debería ayudar a distinguir lo no contributi­vo de lo contributi­vo, como medida de ordenamien­to esencial. De lo contrario, se profundiza­n los déficits estructura­les”, opina Lucas Navarro, economista y consultor del BID.

En esa línea, cree que los datos que dejó la registraci­ón para el IFE “deberían ayudar a afinar la sintonía sobre ese universo con mejores incentivos”. El crecimient­o de la informalid­ad ha sido elocuente.

Quizás, más que abrazarnos a una quimera, lo innovador sería imaginar caminos posibles para impulsar la formalizac­ión, con mejores estímulos ligados a la formación y a la inserción laboral genuina.

Legislador­es oficialist­as promueven esa medida para reducir la indigencia, pero sin pistas sobre cómo financiarl­a.

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