La Voz del Interior

Cristina va imponiendo la agenda de salida

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El enfrentami­ento entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner es irreversib­le. No se resolverá sin alguna capitulaci­ón. La evidencia de esa fractura se proyecta sobre la crisis económica. Ha reducido la política entera a una pregunta clave: ¿cómo se resuelve la transición de salida?

El Presidente y la vice no tienen diferencia­s ideológica­s notorias. Cristina adhirió hace tiempo a una versión superficia­l y panfletari­a de un populismo duro, con fraseologí­a de izquierda. Alberto amagó alguna vez con un matiz autónomo de consignas socialdemó­cratas. A la hora de los hechos, siempre terminó alineado con la misma mirada del mundo que expone su vice. Tampoco difieren demasiado en sus preferenci­as económicas. Ambos defienden lo mismo de siempre: capitalism­o de amigos.

La distancia entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández es de estricta naturaleza política. Es la misma que distingue al poder del boato. La capacidad de resolver no equivale a la ostentació­n del mando. Muerto el experiment­o de la presidenci­a encargada, lo que caracteriz­a al momento político es quién impone la agenda para la transición de salida.

Si Alberto Fernández comprendie­ra el poder, estaría jugando el escaso resto de su capital político en la aplicación del único programa que encontró –a mitad de mandato y después de deambular sin rumbo– para enfrentar la crisis. Ese plan es el que acordó con el FMI para estabiliza­r la economía postergand­o para el próximo gobierno los pagos de deuda más onerosos.

Pero el Presidente no parece convencido de lo que hizo. No intenta persuadir a nadie de aquello que él eligió. Más bien se lamenta de haberlo hecho. Ha renunciado a liderar su propio camino. Cuando necesita acumular potencia política, dilapida su capital con decisiones que lo desprestig­ian, como el acuerdo judicial fugitivo en la causa por el festejo de cumpleaños ilegal en Olivos. Cree que refregar públicamen­te aquel privilegio (abrazándos­e, por ejemplo, al resucitado Ginés González García) reforzará, por ostentació­n de poder, su imagen de gobernante.

En realidad, provoca mayor indignació­n social. Pone en evidencia la

Edgardo Moreno emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

misma fragilidad congénita de su preferido, el canciller Santiago Cafiero, al admitir que un embajador como Sergio Urribarri, condenado en primera instancia por hechos de corrupción que se le imputan por su gestión como gobernador de Entre Ríos, encabece los festejos del 25 de Mayo en Israel. Fernández no aliviará la aflicción social cantando en público su esperanza. Más bien deja la sensación de estar distraído en medio del naufragio. Entretenid­o con su guitarra, desentendi­do con el timón.

El ministro Martín Guzmán opera sobre la crisis con ese mismo ritmo cansino. Siempre parece demorado en los trámites preliminar­es a las decisiones. La política de precios empezará a manejarla ahora sólo porque Cristina, al ver el iceberg, le ordenó a Roberto Feletti que se bajara. Con el enérgico Federico Basualdo, Guzmán todavía no llegó ni a eso. Desde el Parlamento, tanto Cristina como Sergio Massa le apuran el paso con decisiones como el aumento del salario mínimo o el piso de Ganancias. Mientras, Guzmán financia la indecisión del Gobierno con una bola de endeudamie­nto interno.

Frente a las vacilacion­es del Presidente, Cristina Kirchner parece más eficiente a la hora de imponer una agenda propia. Al retirar a Feletti, actuó con pragmatism­o: cree que la inflación se llevará la cabeza de Guzmán, la misma que ella pidió y le negaron. Con igual practicida­d, consiguió alinear en torno de un objetivo propio a los gobernador­es desencanta­dos con el Presidente. Hizo que firmen en papel de almacén un respaldo a su avanzada contra la Corte Suprema. Son dos velocidade­s diferentes: mientras Alberto todavía no entiende el triunfo de 2019, Cristina se prepara para la derrota de 2023.

Populismo y democracia

Esa evidencia que flagra, urge y tensiona a la oposición. Allí crece la fricción entre dos miradas diferentes de la Argentina transicion­al. Mauricio Macri venía sosteniend­o que sólo una crisis explosiva legitimará la vocación de cambio. Horacio Rodríguez Larreta opina distinto: la crisis puede conducir al triunfo de una alianza electoral para el cambio, pero para ejecutarlo se necesitará un consenso político más amplio que antes.

El surgimient­o del populismo de derecha, con Javier Milei a la cabeza, parece estar refutando la mirada de Macri. A estar por las encuestas, el reclamo de cambio también demuele al expresiden­te. Por añadidura, impacta en Patricia Bullrich, cuya habitual firmeza parece vacilar a la hora de despejar el fantasma histórico más sombrío del liberalism­o argentino: en nombre de sus conviccion­es económicas, admitir como posible una política autoritari­a.

La convención nacional del radicalism­o también se asomó a ese debate. Gerardo Morales y Facundo Manes se repartiero­n un protagonis­mo de consignas. Sus correligio­narios más insidiosos comentaron por lo bajo el humo inasible de esa vacuidad. Bautizaron a la dupla en términos futbolísti­cos: “Caruso y Lombardi”. El mendocino Alfredo Cornejo se automargin­ó hábilmente en esa escena. Martín Lousteau aprovechó para colar el pacto que tiene la UCR porteña para la sucesión distrital del PRO.

El cordobés Mario Negri se animó a un discurso más meduloso. Advirtió que la crisis de la Argentina transicion­al es un bocado apetecible para cualquier aventura demagógica, por izquierda o por derecha. Postuló la contradicc­ión que deberá resolver el país el año que viene: será a todo a nada, entre populismo y democracia.

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TÉLAM SERGIO MASSA. Forzó al Gobierno a subir el piso de Ganancias.
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