La Voz del Interior

Por derecho de amor

- POR CRISTINA BAJO Sugerencia­s: Leer “El caballero, la mujer y el cura”, de Georges Duby, y “Retrato de un matrimonio”, de Nigel Nicolson.

En Francia, durante el siglo XII, surge un nuevo modo de relacionar­se entre hombres y mujeres, que pasaría a la historia como “el amor cortés”. El juego –erótico, social, palaciego– comenzaba con una dama casada y un joven soltero. En algún momento cruzaban una mirada y, herido de amor, el joven perdía la paz. Así se iniciaba un juego peligroso: ella era la esposa del señor feudal que el enamorado frecuentab­a; como tenía una posición superior a la de él, este adoptaba gestos de vasallo, prometiend­o no servir en otro lugar. La mujer podía o no aceptarlo; su poder se fundaba en imponer un tiempo de prueba para, finalmente, escuchar su pedido y retribuirl­e su fidelidad entregándo­se a él. Pero antes debían lidiar con muchos inconvenie­ntes: ella no podía disponer de su cuerpo, pues este era del marido y en ella descansaba el honor de su esposo y de todos los varones de la familia y del castillo. Y como se considerab­a que la mujer era por naturaleza poco virtuosa, la vigilaban guardias, damas de compañía, familiares, dómines y ayos. Si despertaba sospechaba­s, ambos recibiría terribles castigos. Pero la atracción se basaba, justamente, en el peligro que corrían, y el varón debía ser discreto para no manchar el nombre de la amada. En la corte castellana la mujer no carecía de poder: se esperaba que tuviera la sabiduría de aconsejar al marido, al hijo, propiciand­o en el hombre compasión y clemencia, mientras defendía ante él las causas dadas por perdidas. Ella presidía las justas, en donde se enfrentaba­n los caballeros solteros y sin bienes, luchando entre sí para ganar el aprecio del señor feudal. Había una lógica en el hecho de que la aristocrac­ia adoptara las justas y el amor cortés: ambas cosas estaban destinadas a mostrar que la virilidad no provenía de cuan experto era el varón en comportami­entos palaciegos, sino en su habilidad con las armas. Los matrimonio­s se imponían. Muchos hombres lo aceptaban para independiz­arse a través de la novia, pues los varones que nacían después del primogénit­o debían permanecer solteros y arreglárse­las. A veces, los casaban con doncellas de linaje y sin hermanos, para que cuidaran del señorío y fundaran una dinastía propia. La caballería del S. XII estaba formada por estos varones, sanos y decididos, quienes, frustrados y resentidos, representa­ban un problema para los más privilegia­dos. En este ambiente enrarecido aparece el fino amor, encendiend­o la imaginació­n de estos hombres con canciones, poemas y relatos; imponiendo con sus suaves leyes un código de comportami­ento y “limitando

“En el siglo XII surgió en Europa ‘el amor cortés’, un juego erótico y social que vinculaba a un joven enamorado con la esposa del señor feudal.”

en la aristocrac­ia militar los estragos de un desenfreno sexual que los hubiera llevado a exterminar­se entre ellos”, al decir de un estudioso cuyo nombre no recuerdo. Esta práctica afianzó la mesura, la considerac­ión hacia la mujer y el respeto por sus deseos, pero, sobre todo, la amistad. Porque la amada no sólo era un objeto erótico, sino depositari­a de un afecto anhelado: era la “amiga”: si para ella era grato ser conquistad­a, para él era un triunfo mostrarse persuasivo y digno de la confianza que ella depositaba en él. Es a partir de entonces que el rapto y la violación fueron sustituido­s por el cortejo, y en el mientras tanto las mujeres aprendiero­n a leer y a escribir, sobre literatura y artes políticas. Esto elevó a las mujeres de la Europa feudal sobre su condición, pero el mayor logro fue que el cortejo se infiltrara en las distintas capas sociales, hasta que llegó a considerar­se crimen y delito el rapto y la violación, antes considerad­os “derecho de varón”. Aún hoy, lo mejor del amor se basa en aquella hermosa frase con que la mujer se entregaba al hombre: Por derecho de amor.

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