Por derecho de amor
En Francia, durante el siglo XII, surge un nuevo modo de relacionarse entre hombres y mujeres, que pasaría a la historia como “el amor cortés”. El juego –erótico, social, palaciego– comenzaba con una dama casada y un joven soltero. En algún momento cruzaban una mirada y, herido de amor, el joven perdía la paz. Así se iniciaba un juego peligroso: ella era la esposa del señor feudal que el enamorado frecuentaba; como tenía una posición superior a la de él, este adoptaba gestos de vasallo, prometiendo no servir en otro lugar. La mujer podía o no aceptarlo; su poder se fundaba en imponer un tiempo de prueba para, finalmente, escuchar su pedido y retribuirle su fidelidad entregándose a él. Pero antes debían lidiar con muchos inconvenientes: ella no podía disponer de su cuerpo, pues este era del marido y en ella descansaba el honor de su esposo y de todos los varones de la familia y del castillo. Y como se consideraba que la mujer era por naturaleza poco virtuosa, la vigilaban guardias, damas de compañía, familiares, dómines y ayos. Si despertaba sospechabas, ambos recibiría terribles castigos. Pero la atracción se basaba, justamente, en el peligro que corrían, y el varón debía ser discreto para no manchar el nombre de la amada. En la corte castellana la mujer no carecía de poder: se esperaba que tuviera la sabiduría de aconsejar al marido, al hijo, propiciando en el hombre compasión y clemencia, mientras defendía ante él las causas dadas por perdidas. Ella presidía las justas, en donde se enfrentaban los caballeros solteros y sin bienes, luchando entre sí para ganar el aprecio del señor feudal. Había una lógica en el hecho de que la aristocracia adoptara las justas y el amor cortés: ambas cosas estaban destinadas a mostrar que la virilidad no provenía de cuan experto era el varón en comportamientos palaciegos, sino en su habilidad con las armas. Los matrimonios se imponían. Muchos hombres lo aceptaban para independizarse a través de la novia, pues los varones que nacían después del primogénito debían permanecer solteros y arreglárselas. A veces, los casaban con doncellas de linaje y sin hermanos, para que cuidaran del señorío y fundaran una dinastía propia. La caballería del S. XII estaba formada por estos varones, sanos y decididos, quienes, frustrados y resentidos, representaban un problema para los más privilegiados. En este ambiente enrarecido aparece el fino amor, encendiendo la imaginación de estos hombres con canciones, poemas y relatos; imponiendo con sus suaves leyes un código de comportamiento y “limitando
“En el siglo XII surgió en Europa ‘el amor cortés’, un juego erótico y social que vinculaba a un joven enamorado con la esposa del señor feudal.”
en la aristocracia militar los estragos de un desenfreno sexual que los hubiera llevado a exterminarse entre ellos”, al decir de un estudioso cuyo nombre no recuerdo. Esta práctica afianzó la mesura, la consideración hacia la mujer y el respeto por sus deseos, pero, sobre todo, la amistad. Porque la amada no sólo era un objeto erótico, sino depositaria de un afecto anhelado: era la “amiga”: si para ella era grato ser conquistada, para él era un triunfo mostrarse persuasivo y digno de la confianza que ella depositaba en él. Es a partir de entonces que el rapto y la violación fueron sustituidos por el cortejo, y en el mientras tanto las mujeres aprendieron a leer y a escribir, sobre literatura y artes políticas. Esto elevó a las mujeres de la Europa feudal sobre su condición, pero el mayor logro fue que el cortejo se infiltrara en las distintas capas sociales, hasta que llegó a considerarse crimen y delito el rapto y la violación, antes considerados “derecho de varón”. Aún hoy, lo mejor del amor se basa en aquella hermosa frase con que la mujer se entregaba al hombre: Por derecho de amor.