Loris Zanatta “El triunfo del peronismo representa el triunfo de la nación católica”
En su nuevo libro, postula que la política argentina está dominada por una visión teológica que pretende conservar al pobre en su pobreza como representación de la virtud.
De un tiempo a esta parte, una dura y crítica metáfora que define a nuestro país se ha vuelto un lugar común: Argentina, se dice, es una fábrica de pobres. Todos los indicadores económicos nos dan negativo un mes tras otro, un año tras otro. La clase media pareciera estar en proceso de extinción. Mientras, crece la pobreza, como si fuera lo único que podemos producir.
¿Cómo se explica ese proceso? Loris Zanatta, profesor de Historia de América Latina en la Universidad de Bolonia y autor de numerosos libros sobre distintos tópicos de nuestra historia, se ha tomado de aquella metáfora para titular su nuevo libro
–El Papa, el peronismo y la fábrica de pobres–
porque en este breve ensayo, con un planteo claro y contundente, arriesga una respuesta de carácter cultural, no económica.
Su tesis, en resumidas cuentas, es que la decadencia socioeconómica, política y cultural de la Argentina en las últimas décadas, que ya son muchas, se origina en una mentalidad económica errada, fallida, que se genera en la Iglesia católica y que en un momento clave de nuestra historia encarna en el peronismo y, a partir de allí, domina la escena política.
“En Argentina –sostiene Zanatta–, el catolicismo logró establecerse en el centro de la identidad nacional y desde 1943, a través del peronismo, pero no solo a través del peronismo, trasladó a la política su imaginario religioso. Eso significó paralizar el proceso de autonomización de la esfera política respecto de la esfera religiosa. Entonces, los principales actores corporativos (fuerzas armadas, Iglesia, sindicatos, grupos empresariales y profesionales, y la mayoría de los partidos políticos) han terminado adhiriendo, de forma implícita o explícita, al paradigma de la nación católica: todos buscan una especie de legitimación religiosa, como si por arriba de las instituciones republicanas existiera una legitimidad superior, por la adhesión a la cultura del pueblo de Dios”.
–¿Nos quedamos en el tiempo? En Europa, la política no depende de la religión…
–Exacto. Esa falta de autonomización de lo socioeconómico respecto de lo teológico significa no haber transitado un paso fundamental de la modernización que hizo posible el progreso, antes en los países protestantes y después en los países católicos y latinos europeos: una creciente separación de la ciencia económica y de la ciencia política de los principios teológicos. Por ejemplo, la política redistribucionista está basada en un intento de aplicar principios evangélicos de redistribución que, sin embargo, en una economía moderna no corresponden a la racionalidad económica, donde la distribución depende de la creación de riqueza. Pero no hay ningún elemento teológico, en el mito de la nación católica, que favorezca la creación de la riqueza. La Iglesia nunca protestó contra el crecimiento del gasto improductivo, contra la inflación, pero sí contra el paradigma tecnocrático, según palabras del propio Bergoglio. O sea, la productividad, la eficiencia, etcétera.
–Si comparáramos las diferencias que se derivan de ese esquema, ¿podríamos oponer la democracia cristiana italiana al peronismo?
–Hace muchos años, Natalio Botana me dijo que el peronismo era el partido católico argentino. Desde ese punto de vista, sería el correspondiente de la democracia cristiana europea. El norte de Italia ha desarrollado, a lo largo de siglos, un catolicismo liberal que se expresó, antes del fascismo, en el Partido Popular, fundado por un cura, Luigi Sturzo. El papa lo obligó a cerrar el partido para favorecer al fascismo, pero Mussolini perdió la guerra y el sistema italiano se tuvo que democratizar. La cultura política católica retomó entonces el hilo del Partido Popular para desarrollarse dentro del marco liberal democrático. Esto no pasó en Argentina: el triunfo del peronismo representa el triunfo de la nación católica. Los principios de la revolución del ‘43 apuntaban al “Instaurare Omnia in Christo”, restaurar el orden cristiano, y definían como su enemigo principal al protestantismo y sus creaciones: la democracia liberal, el multipartidismo, la secularización del Estado no eran parte del ser nacional argentino. Por eso, Giovanni Sartori le decía a un alumno suyo y amigo mío, que el problema argentino era que no habían vencido al fascismo.
–Insertemos al pobre en este contexto. ¿Qué ve en él esa política subordinada a lo religioso?
–Por la influencia que ejerce la visión teológica de la economía, el pobre cumple una doble función. Por un lado, la teológica en sí, el pobre es el puro, el pueblo puro de los orígenes en el que se debe custodiar la pureza originaria: un pueblo mítico, dice Bergoglio, que es espontáneamente solidario. Pero, por otro lado, está el pobre sociológico, que es el pobre que siempre, según la Iglesia y todos los actores sociales que quieren representar los ideales de la Iglesia, padece una injusticia. Son visiones contradictorias, porque al primero hay que preservarlo para que no pierda, por la movilidad social ascendente, su pureza, pero sociológicamente hay que combatir la pobreza. ¿Sobre la base de qué principios se puede incentivar la salida de la pobreza si el pobre es un ejemplo de virtud, teológicamente visto? Es una contradicción cultural enorme que inhibe una cultura del crecimiento y del progreso socioeconómico.
Una cultura hegemónica –¿Esa perspectiva explicaría las políticas asistencialistas y el clientelismo, asociados a un relato que promete redistribuir la riqueza de los otros, en vez de crear condiciones socioeconómicas que favorezcanla movilidad social ascendente?
–Efectivamente. No olvidemos el paternalismo, y el mejor ejemplo son los misioneros jesuitas de los siglos pasados: hay que salvar al pobre para salvar la propia alma. Eso se traslada al paternalismo estatal: al pobre hay que cuidarlo, protegerlo, ayudarlo, pero en cuanto pobre. La autonomía de la persona pobre, en realidad, no está contemplada en esta cultura, que no admite, por lo tanto, la postura de un Olof Palme, famoso socialdemócrata sueco y protestante, que decía: “Nosotros no venimos a combatir la riqueza, venimos a combatir la pobreza”.
–Me acordé de la marcha peronista, que combate al capital…
–Pero esto ya no es un problema solamente del peronismo: el mito de la nación católica está especialmente encarnado en el peronismo, como cultural popular, diría Bergoglio, pero es una cultura esencialmente hegemónica que ha impregnado los valores sociales colectivos, mucho más allá del peronismo. De manera que esta actitud económica es panperonista, lo que explica la falta de una cultura del crecimiento: hay una visión teológica de la economía, como si se tratara de una nueva repartición de los peces y los panes.