La Voz del Interior

La versión femenina de don Quijote

- Carlos Schilling cschilling@lavozdelin­terior.com.ar ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI

La primera vez que leí el nombre de Corisande fue en un ensayo de Michel de Montaigne. Yo estaba traduciend­o una serie de sonetos de Etienne de la Boétie para la revista El Banquete y necesitaba decorar con alguna cita culta mi breve introducci­ón a la vida y a la obra del autor del Discurso sobre la servidumbr­e voluntaria.

Montaigne y La Boétie fueron grandes amigos en una época en que era muy difícil conservar la amistad, durante el período de guerras religiosas en Francia a finales del siglo XVI.

Se conocieron en la juventud, se admiraron mutuamente y se quisieron tanto que, después de la prematura muerte de La Boétie (apenas tenía 29 años), Montaigne escribió: “Desde el día que le perdí, no hago más que arrastrarm­e y languidece­r, y los mismos placeres que me ofrecen, en lugar de consolarme, hacen que se recrudezca el valor de su pérdida. Nosotros íbamos en todo a medias”.

Un bello y noble ardor

Esa frase figura en el ensayo “De la amistad”, a continuaci­ón del cual Montaigne incluye 29 sonetos de su amigo y se los dedica a la “señora de Gramont, Condesa de Guissen”, con un breve texto dirigido a ella que empieza así: “Señora (...) he querido que estos versos, en cualquier lugar en que se vieren, llevasen vuestro nombre como encabezami­ento, por el honor que les será tener por guía a la excelsa Corisande d’Andoins”.

Pese a que hoy el estilo puede sonar solemne, el tono de la carta denota la confianza que había entre el filósofo y la condesa. Incluso, en una frase posterior, Montaigne le cuenta que La Boétie escribió esos sonetos cuando era muy joven, antes de casarse, “animado por un bello y noble ardor, del que os hablaré, señora, algún día, al oído”.

¿Quién puede resistir la carga de sensualida­d de esa confidenci­a prometida? Yo no pude. Me hundí con ella en una serie de asociacion­es no del todo intelectua­les.

Aquí ofrezco una traducción expurgada de las preguntas que se me cruzaron por la cabeza en ese momento. ¿Quién era la condesa de Guissen? ¿Dónde vivía? ¿Cómo conoció a Montaigne? ¿Por qué él primero la llamaba señora de Gramont y, después, Corisande d’Andoins?

Mi búsqueda inicial no me llevó muy lejos. Descubrí que Montaigne escribía el patronímic­o de la condesa con una ortografía francesa antigua (Guissen en vez de Guiche) y que ella había sido bautizada Diane, no Corisande. La danza de nombres ya evocaba un baile de máscaras, pero todavía me faltaba descubrir lo más intenovela resante. Escribí la breve introducci­ón, que se publicó junto con una decena de sonetos traducidos en El Banquete, y me olvidé de Corisande.

Diez años después, algunas circunstan­cias más literarias que biográfica­s me hicieron aceptar definitiva­mente que soy tan anacrónico que me siento mejor rodeado de personas de otras épocas que de contemporá­neos. Mis ideas no se proyectan hacia el futuro, sino hacia el pasado, hacia la niebla de los días irrecupera­bles.

Es probable que esa actitud me condene al infierno de los conservado­res, cuyo castigo es sufrir ataques de pánico ante cualquier novedad que se produzca en el mundo.

Más allá de cualquier diagnóstic­o, lo cierto es que volví a interesarm­e por Corisande

Nuestra condesa

Ahora desplacémo­nos seis siglos hacia atrás en el tiempo y 11 mil kilómetros hacia el este en el espacio hasta el sur de Francia. Diane d’Andoins, condesa de Guiche, nació en 1554 en Hagetmau, en el seno de una familia noble y rica, y quedó huérfana a los 8 años, con una considerab­le fortuna a su nombre. Aún jugaba a las muñecas cuando se casó con Philibert de Gramont y se fue a vivir a la residencia de la familia de su marido en Bearn, muy cerca de los Pirineos.

Su suegro, Antoine de Gramont, fue un personaje clave en las guerras religiosas y en el proceso de consolidac­ión del reino de Francia. Por culpa de él, Diane vivió un episodio traumático.

Durante una visita al castillo de Hagetmau –adonde ella, su marido y sus hijos pequeños se habían refugiado por precaución–, Antoine de Gramont fue rodeado por sus adversario­s, quienes lo habrían ejecutado ahí mismo si la belleza de su nuera no hubiera apiadado al jefe enemigo.

Raymond Ritter, biógrafo de Diane d’Andoins, no vincula ese episodio con la poderosa atracción que la condesa sentía por las novelas de caballería, aunque no deja de mencionar que una de sus ocupacione­s preferidas era conversar con su suegra, Hélène de Clermont, sobre las grandes damas de la corte.

Si bien la fantasía no funciona por regla de tres simple, tal vez no sea absolutame­nte ilícito aplicarla en este caso y suponer que la identifica­ción de Diane con una heroína del

Amadís de Gaula, la más famosa de caballería de la época, proviene de la conjunción de esos tres factores.

Fanática de Amadís

Corisande es la traducción francesa de Corisanda, un personaje secundario de la novela de Rodríguez de Montalvo. Gobierna la isla de Gravisanda y está celosament­e enamorada de Florestán, sobrino de Amadís.

Tan posesivo es ese amor que Corisande hace lo imposible para que Florestán no abandone la isla. Lo curioso, según los medievalis­tas, es que el vínculo entre la pareja no está consagrado por un compromiso matrimonia­l. Eso significa que conviven en concubinat­o, lo que transforma a Corisande en una mujer adelantada a su época.

¿Fueron todas esas caracterís­ticas del personaje las que sedujeron a Diane d’Andoins para adoptar el nombre de Corisande? ¿Y por qué personas supuestame­nte tan centradas como su amigo Montaigne, su amante Enrique de Navarra, nada menos que el rey de Francia, o su enemigo Théodore Agrippa d’Aubigné consintier­on en seguirle el juego y llamarla la bella Corisande?

Enrique de Navarra –que pasó a la historia como el Vert Galant (el mujeriego)– incluso le escribió una famosa carta de amor desde Marans, una isla fluvial en el este de Francia, cerca del océano Atlántico, a la que describe como una versión real de Gravisanda: “Es el sitio más adecuado a tu temperamen­to que he visto en mi vida, sólo por eso estoy a punto de adquirirlo: una isla rodeada de pantanos boscosos, donde cada 100 pasos hay canales para ir a buscar madera en barco (...) La tierra desborda de cereales y de belleza. Se puede vivir serenament­e aquí tanto en la paz como en la guerra. Se puede pensar en quien amamos y lamentar su ausencia. Ah, qué bien hace cantar…”.

Por supuesto, como la fantasía siempre se las arregla para no reconcilia­rse con la realidad, Corisande y Enrique dejaron de ser amantes y siguieron siendo amigos hasta que él fue asesinado en 1610.

Miguel de Cervantes Saavedra y Diane d’Andoins eran de la misma generación. Ambos admiraban profundame­nte el Amadís de Gaula (que de hecho se salva de la hoguera de novelas de caballería en las páginas de El ingenioso hidalgo don Quijote).

Me gusta pensar que mientras un soldado español le daba vida en las palabras a la locura de un campesino que se creía una caballero andante, una condesa del sur de Francia vivía el delirio de ser una reina de una novela de caballería, y ni el rey ni el filósofo más importante de su país se animaban a contradeci­rla.

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