Día de la Memoria. Leila Guerriero y una nueva exploración del infierno
En “La llamada”, la autora traza un retrato de Silvia Labayru, una sobreviviente de la Esma que, como otros, fue discriminada por “colaboracionismo” durante mucho tiempo.
Hace más de 400 años, Christhopher Marlowe, en su versión del Fausto, creó para su Mefistófeles esta descripción del infierno: “No tiene límites ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer”.
Acaso los desaparecidos que sobrevivieron al Terrorismo de Estado puedan afirmar su exactitud. En sus testimonios, siempre hay un momento en que definen sus confinamientos en los centros clandestinos de detención como una “temporada en el infierno”; y la liberación queda asociada a la salida de ese infierno.
Pero, luego, por diversas circunstancias, admiten haber comprendido que “las marcas” del infierno no se borran; por el contrario, se pueden reactivar por los más disímiles motivos, de manera que tienen que a vivir con ellas y, aunque nos parezca increíble, eso les implica ponerse a la defensiva.
Viven desde entonces emocionalmente a la defensiva y tratando de integrar sus distintas identidades: lo que fueron antes de ser un detenido-desaparecido, lo que recuerdan de lo que fueron (y lo que vivieron) durante el confinamiento, lo que han sido después de la liberación. Y en esa terapéutica tarea, entre muchas, hay una pregunta crucial que los carcome y que explica esa constante actitud defensiva: ¿por qué sobreviví?
Es que la militancia y algunos organismos de derechos humanos (Madres y Abuelas, sobre todo) tendieron a desconfiar de los sobrevivientes y los cubrieron con el mote de “colaboracionistas”. ¿Lo fueron? ¿Todos? ¿Había opciones? ¿Es válido igualar al asesinado con el héroe y al sobreviviente con el traidor?
Este 24 de Marzo, esta sucinta introducción se resignifica y amplifica con La llamada, el nuevo libro de Leila Guerriero que traza un retrato de Silvia Labayru, secuestrada y retenida en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (Esma) desde el 29 de diciembre de 1976 hasta mediados de 1978. Militante montonera, integraba su aparato de Inteligencia, cuyo máximo referente era Rodolfo Walsh. Estaba embarazada de cinco meses, y el suyo fue uno de los primeros partos atendidos en la Esma, en abril de 1977.
Si la palabra de Labayru y su contrastación con otros testimonios interesa es porque no resulta exagerado sostener que en los 40 años transcurridos desde el final de la dictadura se la ha asociado a los modelos paradigmáticos del colaboracionismo, junto a, por ejemplo, Mercedes “Cuqui” o “Lucy” Carazo, quien la protegió en la Esma: “‘Cuqui’ estaba en un camarote, frente a mi cucheta. Y cuando a ella la empezaron a bajar al sótano, a hacer trabajo esclavo junto con otros, dijo que iba a tratar de conseguir que me bajaran a trabajar con ella”, dice Labayru en La llamada.
¿Colaboración o simulación?
El trabajo del sótano de la Esma remite a la historia del “staff” y el “mini-staff”, dos grupos con distintos grados de colaboración que la Armada organizó con importantes cuadros montoneros para seguir diezmando la organización y, además, darle encarnadura al proyecto político del almirante Massera.
Su primera descripción puede ubicarse en Recuerdo de la muerte (1984), de Miguel Bonasso, donde la heroicidad queda asociada a la resistencia dentro de la Esma y a la fuga de tres militantes, en distintas circunstancias –Jaime Dri, Horacio Maggio y Tulio Valenzuela–, mientras su contrapartida se vincula con el “quiebre”, diferentes grados de colaboración con los marinos y las relaciones de pareja que se establecieron entre las detenidas y sus captores.
El tercer tomo de La voluntad (1998), de Eduardo Anguita y Martín Caparrós; Astiz. La estirpe de Caín (1998), de Tina Rosenberg, y otros libros coinciden en la siguiente distinción: los del “mini-staff” salían a la calle a “marcar” militantes; los del “staff”, hacían traducciones, escribían documentos y cubrían “necesidades logísticas” (en la Esma, entre otras cosas, se falsificaron documentos para encubrir agentes, pero también para apropiarse de bienes).
En La llamada, Labayru reflexiona: “Esta separación entre ‘staff’ y ‘mini-staff’ fue un invento buenísimo de (Jorge) Acosta (jefe de la Esma) para crear enemistad, desconfianza”. Pero Carazo diferencia: el “staff” aparentaba colaborar para salvar vidas y “el ‘mini-staff’ tenía su propia estrategia, que nos parecía espantosa. Creíamos que eran todos unos entregados”.
Carazo había sido secuestrada un par de meses antes que Labayru, y organizó una “oficina de traductores” de periódicos extranjeros para analiaprender
El libro traza un retrato de Silvia Labayru, secuestrada y retenida en la Esma desde el 29 de diciembre de 1976 hasta mediados de 1978.
En 2014, Labayru fue una de las mujeres que presentó cargos por violencia sexual durante su arresto. La sentencia a su favor llegó en 2021.