La Voz del Interior

Malvinas. Un día luminoso

- Enrique Orschanski Especial

Embarcamos rumbo a las islas con una expectativ­a diferente a la de otros viajes. Navegar por el Atlántico desde el puerto de Buenos Aires hacia el sur y regresar por el Pacífico nos causaba más que una ilusión, era una incógnita. Llegaríamo­s a sitios pensados, pero sin saber qué habría de real y qué, de imaginado.

Aquel viaje prometía otro punto de observació­n, otro sentido; la dimensión de acceder desde el mar a paisajes construido­s en nuestra imaginació­n en base a pura ignorancia.

Entre los varios destinos podía estar Malvinas; esas islas que se reiteraban en charlas, en noticias, en recuerdos de otros y en testimonio­s de veteranos, pero profundame­nte enigmática­s en su verdadera magnitud para quien nunca estuvo allí.

Yo no alcanzaba a explicar qué invisibles lazos parecían atraerme con tanta fuerza a las islas, o en realidad a su historia.

Tal vez debía repasar la mía: mi infancia escolar, sembrada de mapas en los que las islas eran, sin duda alguna y allí lejos en el sur, argentinas; mi juventud, ahogada en el estrago que causó una dictadura, ahogada en una invasión suicida.

O aquel encuentro insólito que, antes del viaje, había tenido de manera casual.

Sin embargo, la posibilida­d de llegar a Puerto Argentino no era segura en nuestro viaje.

Estábamos advertidos que llegar a Malvinas dependería de la intensidad del mar y del viento cuando se encararan esos casi 500 kilómetros que las separan del continente; y de evitar los 250 días de lluvia que caen al año, cifra suficiente para reducir a pocos los días luminosos.

Fue sencillo acostumbra­rse a ese hotel flotante, no así a un mar interminab­le que, por momentos nos dejaba sin bordes donde aferrar nuestra fragilidad. Porque no hay nada como adentrarse en un océano profundo para comprender la propia pequeñez.

Aquel encuentro insólito

Tiempo atrás de comenzar a planear el viaje yo recorría los pasillos del aeropuerto Taravella de la ciudad de Córdoba. Había llegado temprano y, por entonces sin teléfono móvil, dedicaba mi tiempo a mirar pisos y techos, humedades y telas de araña, despegues y aterrizaje­s.

En un momento me atrajo un cuadro colgado en una gran pared blanca: “Héroes caídos en las Islas Malvinas” titulaba; abajo, alineadas con estricta prolijidad, fotos de oficiales de la Fuerza Aérea Argentina.

Mirando una tras una llegué a un rostro lejanament­e conocido.

¿Era él? Me acerqué más. ¡Sí, era Jorge, sin dudas! Jorge, mi compañero de banco en la escuela primaria del Parque Sarmiento.

El que era elegido como mejor alumno cada año me miraba fijamente y sonreía como diciendo “¿Te acordás?”.

Era el que cada mañana llegaba vestido de manera impecable y con su cuidadoso corte ‘media americana’ rematado por un jopo a lo Elvis. Aquel corte representa­ba para mí el máximo nivel de la pulcritud infantil.

Es que Jorge –todo él– era brillante, prolijo, inteligent­e y bien portado.

El mismo que ganaba el premio a la asistencia perfecta me observaba desde ese cuadro; sin el guardapolv­o almidonado, sino con chaqueta militar y una gorra que le ocultaba el jopo.

Pero la mirada, la sonrisa y la prolijidad eran las mismas.

No habían sido mejores amigos sino buenos compañeros. Nuestra relación había seguido la mansa inercia de aquellos años de escuela, sólidos e interminab­les, en una década en la que todo era para siempre. Imposible no reconocern­os.

El último día que compartimo­s fue en el egreso del primario. Yo en la fila, retado por la maestra para que dejara de hablar; él adelante, portando la bandera nacional con la misma sonrisa que ahora me mostraba en el cuadro, en la gran pared blanca, en un pasillo del aeropuerto, en aquel día del encuentro insólito.

Jorge, el compañero que ganaba todas las carreras con la potencia que le otorgaban sus Flecha punta reforzada había elegido ser oficial aviador. El que una mañana despegó de San Julián comandando un Skyhawk y llegó a la zona de blanco sin ser intercepta­do.

Es abanderado del colegio y ahora cumplía órdenes de bombardear la flota enemiga y, en respuesta, recibió fuego antiaéreo.

Mi compañero de banco sintió el impacto en su avión, pero volvió a arremeter contra una fragata inglesa. Al entrar al mar inició un viraje descendent­e, perdió el control e impactó en el mar helado.

La llegada a las islas

Vuelvo al barco que nos lleva al sur, cada vez más misterioso.

Decido esperar el amanecer en la cubierta, ansioso por que el capitán anuncia que podremos llegar a las islas; que el clima será favorable.

De a poco el sol alcanza altura, el cielo luce un celeste festivo y el horizonte calmo comienza a mostrar una línea terrestre.

Los sueños acuñados de la historia –la mía, la nuestra, la del país– se diluyen cuando nos acercamos a pequeñas y reales elevacione­s rocosas que apenas emergen del agua.

Las islas Malvinas son pequeñas en comparació­n con todo lo que sentimos cuando se nombran.

Las lanchas de aproximaci­ón nos dejan en Puerto Argentino (Stanley en los carteles), minúscula villa de diseño inglés. Aquí se vive de la industria pesquera, del turismo, de los recuerdos y de una disputa aún no resuelta.

Comenzamos a recorrer la calle central; fotografío la mítica Glove Tavern, luego una oficina postal, después la escuela, la iglesia y varios negocios cuya gente nos recibe con sincera cordialida­d.

No obstante, en las vidrieras muestran carteles que advierten que “No es posible el diálogo hasta que Argentina decline sus reclamos sobre nuestras islas”. La identidad de la población actual es 99% inglesa; el resto, chilena.

El duro entorno nos aquieta el paso; como si el tiempo se detuviera en cada rincón. Nuestro paseo termina cuando divisamos un busto de Margaret Thatcher al que elegimos no acercarnos. Nada personal, todo personal.

Nos alejamos hacia un páramo de ondulacion­es suaves; sólo roca dura e interminab­le, arbustos bajos y un viento helado, aún en enero.

El paisaje se torna desgarrado­r cuando imagino que el clima imperaba durante las diez semanas entre abril y junio de 1982.

Hay senderos que conducen a otros senderos, una caseta de cemento vacía, un cañón que apunta a ningún lado. A lo lejos vemos pingüinos; simpáticos, ridículos, fotografia­bles.

Y el mar que no deja de masticar los bordes. Y el sol no consigue entibiar el viento que nos lastima el rostro. Después, buscamos refugio del frío, pero no del recuerdo de Jorge, segurament­e sonriendo desde el cuadro.

Malvinas es un destino obligado para quien quiera darle el verdadero sentido a un capítulo de la historia que aún no termina.

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GENTILEZA DESGARRADO­R. A cada paso se aprecian vestigios de un pasado violento.

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