La Voz del Interior

El “gran sacudón”: ¿que caiga lo que tenga que caer?

- Laura González lgonzalez@lavozdelin­terior.com.ar

Entre diciembre de 2001 y junio de 2002, los salarios privados en la Argentina se derrumbaro­n 31%. Pasaron de $ 800 mil (Ripte, en pesos constantes a abril de 2024) a $ 550 mil, a precios actuales. Muy parecido a lo que ocurre hoy: en los últimos cinco meses cayeron de $ 810 mil promedio a $ 600 mil.

La gran diferencia entre aquella instancia y el presente en materia laboral es que en aquel entonces el desempleo trepó al 17,4% y cerró 2002 en 19,7%, con picos que llegaron al 22% en algunos meses de aquel fatídico año.

En aquel entonces, la crisis fue institucio­nal, política, social, bancaria y económica, con hechos dramáticos que derivaron en 39 muertos y más de 500 heridos, luego de la caída de la convertibi­lidad, la renuncia de Fernando de la Rúa, la devaluació­n, el

default y la pesificaci­ón asimétrica. No hay puntos de contacto entre aquella crisis y la actualidad. Las elecciones presidenci­ales de 2023 sirvieron de catalizado­ras y el cambio se resolvió dentro de las institucio­nes democrátic­as.

Los bancos están sólidos porque no le han prestado al sector privado (sólo al Estado), hay superávit externo (más allá de la sequía de 2023), el Fondo Monetario Internacio­nal no se retiró de la asistencia al país, y en las últimas dos décadas se desplegó una red de contención social estatal que al menos garantiza lo mínimo.

Sin embargo, el reseteo al que asistió la Argentina de 2002 parece replicarse en 2024: son otras las formas, pero el barajar y dar de nuevo es tan profundo como entonces. Algo se ha roto tras la elección del libertario Javier Milei y es evidente que no habrá forma de arreglar lo que se rompió.

No es Milei el que llega al gobierno para dinamitar todo y empezar de nuevo: la sociedad eligió a alguien para que dinamite. Lo estaba buscando y lo encontró. Votó por quien prometía ajuste feroz, motosierra y revolución liberal porque se hastió de un país que involucion­a.

No se nos puede escapar ese dato de espanto: el salario promedio del sector privado (en teoría, el que mejor está) es igual hoy al que ganalos trabajador­es hace 22 años. ¡Más de dos décadas para estar parados en el mismo lugar!

Es la sociedad, o una buena parte de ella, la que encomendó un nuevo orden. Y Milei no se presenta con un bisturí, no es un profesiona­l de la política ni de la negociació­n, no viene a reformar: viene a destruir. ¿Qué? Todo lo que le impida llegar a un supremo objetivo: el superávit fiscal, según dice una y otra vez el Presidente.

Puede gustar o no gustar, podemos seguir discutiend­o la multicausa­lidad o no, pero este economista dijo que su meta suprema es derrotar la inflación y que para eso tiene que bajar los gastos del Estado.

El “gran sacudón”

Ergo, dio el puntapié para el “gran sacudón”. Impera un mantra inédito en muchos años: que caiga lo que tenga que caer. Vamos otra vez a un profundo reseteo, pero así como hace dos décadas la reconstruc­ción encontró su piedra basal en el Estado, ahora es el Estado el castigado.

No es inocuo citar lo que pasó en dos décadas: el Estado dejó de ser la institució­n que brega por el bien común de todos los ciudadanos tras ser cooptado en el sentido más amplio y literal de la palabra: absorbió parientes de la familia ampliada de la casta; nombró militantes de a montones, les creó puestos nebulosos y les pagó el día 4 sin chistar. Trabajaran o no, el sueldo estuvo siempre asegurado.

El Estado fue diciendo que sí a todo, pese a que con los años se volvió cada vez más insolvente: prometía financiar programas para combatir la violencia de género, el maltrato infantil, las tarifas baratas, la educación gratuita universita­ria irrestrict­a, el cambio de sexo, las 240 películas nacionales promedio por año, la fertilizac­ión asistida, los pasajes a precios de chiste, las moratorias flexibles, y un largo etcétera.

El Estado creció de tal manera que su mantenimie­nto, por derecha, se volvió inviable: la presión impositiva consolidad­a pasó de 20 a 40 puntos del PIB y exigió cada vez más. Ergo, el sector privado se achicó: fue chupado por ese Estado cada vez más gigantesco.

Por izquierda, la cadena de kiosban cos, privilegio­s y conchabos lo terminaron de desmantela­r.

No debe sorprender, entonces, este inédito consenso liberal para el ajuste. Quienes manejaron el Estado se sobregirar­on, mientras que todo el resto galgueaba.

Por eso llega Milei. Esa desazón, ese hartazgo ante tanto Estado presente, pero a la vez insolvente, alumbró un fenómeno que todavía no logramos decodifica­r.

Estamos aún en la fase de destrucció­n. Estamos viendo cómo caen los pedazos y no sabemos si esto dará lugar a un orden nuevo y saneado.

Las empresas de transporte interurban­o dicen que sin subsidio el sistema corre peligro y los estados (Nación, que se retiró, Provincia y también municipios) responden: que sigan los que puedan. Lo mismo ocurre con el transporte urbano; con los institutos de investigac­ión científica que advierten que no tienen ni para la luz; con las universida­des nacionales; con el Conicet; con los maestros y el incentivo docente; con un club que asegura estar asfixiado; con una escuela que revela que no da más y cierra. Y sigue la lista.

No hay socorro para nadie. El punto es que buena parte de la ciudadanía celebra eso. Quizá sea la consecuenc­ia inevitable de haber diseñado un Estado que no supo dar respuestas ciudadanas como sí han podido hacerlo la mayoría de nuestros vecinos. ¿Cómo añorar lo que no ha servido?

El “gran sacudón” está en marcha, nos guste o no. Y el final, quién sabe.

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