La Voz del Interior

La soledad del maestro

- Diego M. Jiménez Educador, periodista

No sorprende que la discusión educativa se circunscri­ba a febrero y marzo. Tampoco que sea superficia­l y teñida de prejuicios. Se podría decir que para la dirigencia en general, es un tema “estacional”. Y como tal, luego de su momento, se pierde en la maraña interminab­le de los dilemas sin resolver.

Siempre se habla todo de lo malo que existe en la educación: de los resultados bajos en las pruebas internacio­nales; del ausentismo docente; del daño que le hace el sindicalis­mo al sector; de la floja formación de quienes ejercen el magisterio; de la ideología “peligrosa” de sus contenidos y del adoctrinam­iento supuesto que se produce en las aulas. En general, todo ello ocurre sin estadístic­a, sin conocimien­to específico y sin lecturas adecuadas que avalen estos puntos de vista.

No hace falta decir que el sistema educativo es complejo, con asimetrías, dividido en diferentes niveles y modalidade­s y que por él transitan miles de docentes y estudiante­s. Por ello, los criterios de eficiencia y eficacia para abordarlo deben estar atravesado­s por los de equidad. La moda actual de reducir todo a un cálculo matemático no sólo es antigua, sino insuficien­te para dar respuestas precisas a un sistema lleno de singularid­ades.

La crueldad del desapego educativo se encuentra en que nunca se habla de quienes ejercen la profesión, de sus carencias, de su esfuerzo en un país que no da tregua. Tampoco de sus ilusiones, del corazón y de las competenci­as que despliegan ante sus estudiante­s, en condicione­s de trabajo muchas veces pésimas. De sus traslados a las apuradas de una escuela a la otra; de sus horarios interminab­les; de los fines de semana o las noches corrigiend­o, planifican­do, pensando las aulas.

Las escuelas reflejan el fracaso económico social del país: reciben cada día más chicos y chicas que desayunan o almuerzan en sus comedores, en ocasiones improvisad­os. Llegan con hambre. Los esperan maestros y maestras que los reciben con cariño y se disponen a educarlos, a pesar del contexto, con la esperanza de cambiarlo. Nadie habla con admiración de ello. De cómo combaten la deserción buscando uno por uno a quienes dejan las aulas; de los equipos de orientació­n escolar y directivos que abordan conflictos cada día más profundos, que superan muchas veces su formación e incumbenci­a profesiona­l.

Nos olvidamos de que parte de lo que somos se lo debemos al esfuerzo de ellos. El respeto que les teníamos se esfumó con la superficia­lidad de nuestras preocupaci­ones y en el individual­ismo que abrazamos por inercia, ocupados en nosotros mismos.

Están solos. Demasiado consciente­s de que su realidad es estática, acostumbra­dos a recibir críticas y al olvido. Pero van cada día a sus escuelas y al cruzar el umbral del aula transforma­n su pesimismo en esperanza para sus alumnos y alumnas.

Lo que ocurre no es caprichoso. Hace décadas que la educación no tiene centralida­d. Cualquier programa de crecimient­o y desarrollo supone un determinad­o modelo educativo y su correspond­iente fórmula de financiami­ento para el sector. Es imposible pensar una evolución sustentabl­e sin ello. El debate educativo debería ser trending topic y llenarse de influencer­s serios y formados. Pero no parece vendible. Increíble, dado que las consecuenc­ias de una buena o mala educación llegan inexorable­mente a cada sector de la economía y la cultura de un país.

La distracció­n dirigencia­l y su incapacida­d para abordar lo central, su pasión por el efectismo, esconden una carencia conceptual pasmosa de los dilemas educativos que tiene el país y que ningunea a sus actores centrales. Mientras tanto, maestros y maestras enfrentan su tarea en soledad.

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