La Voz del Interior

El día que mi perro conoció las vacas

- Clara Bakken Cuevas cbakkencue­vas@lavozdelin­terior.com.ar

“All you touch and all you see is all your life will ever be”. Así, en uno de los álbumes más famosos de su historia, Pink Floyd resumió nuestra existencia. Palabras más, palabras menos, nos dijeron: todo lo que tocás y todo lo que ves es todo lo que tu vida siempre va a ser.

Los perros, fieles compañeros, son como la mayoría de los animales: seres de instinto. Tienen programado, en su ADN, cómo funcionar. Nosotros, los humanos, nos fuimos alejando de la naturaleza intrínseca que alguna vez nos permitió sobrevivir. Al menos, así siempre lo pensé.

Pino, mi familiar de cuatro patas, es cordobés. Hasta donde sé, y hasta donde sabe el refugio en donde lo adopté, nació y creció en la Capital.

El proceso de adopción responsabl­e, largo pero revelador, me llevó a conocer a quien hoy es mi compañero de vida, con quien comparto mi sillón y los mates de la mañana.

Adaptación mutua

Sin embargo, el camino para ganarme su confianza fue largo y sinuoso. Lo traje a mi casa, en un monstruo gigante de lata que se movía a gran velocidad. Mi auto, al día de hoy, es su gran enemigo.

Cuando llegamos a la casa, el patio fue su refugio. Claro, estar al aire libre es lo que él había conocido. Un canil grande, pero con sonidos de exterior.

El ávido recorredor de la Costanera, fiel can que marca su territorio, tuvo su primer impacto con seres de otra especie, o al menos no cuadrúpedo­s, cuando conoció los sapos de mi jardín. Los grillos y los saltamonte­s también fueron atormentad­os por ese nuevo habitante de la casa que los seguía buscando para jugar.

Mientras yo fingía mirar tele, para que Pino no estuviera agobiado, él aprendió que si entraba a la casa, nadie le iba a pegar. Con carne, premios y caminatas, pasamos a ser conocidos. A la par, yo también tuve mi primer choque, que dejó patas para arriba mi rutina.

Sin darme cuenta, me encontré hablando antes de siquiera poner la pava a calentar, preguntánd­ole a Pino si estaba bien, si el balanceado era rico o si ya me quería, aunque fuera un poquito. Hasta ese momento, las paredes de la casa no habían escuchado una sola palabra antes de las 8 a. m. Ahora, ya se acostumbra­ron al “Buenos días, mi rey, ¿durmió bien?”.

Los videos que grabé de recuerdo de esos momentos reflejan una voz chillona que, cuestionad­a al respecto, voy a negar de acá a la tumba.

Pino, entre el miedo y el cariño, se fue adaptando bien. Yo, en cambio, empecé a pensar que todo lo que hacía estaba mal. ¿La cucha que compré era muy fina? ¿Era cómoda? ¿Tenía frío? ¿Qué tantos juguetes necesita? ¿El agua de la canilla le gustará? ¿Y si me equivoco y le caigo mal?

Las preguntas, de a millones y sin respuesta, las compensé con videollama­das a mi mamá. A toda hora, a veces entre llantos, le pregunté hasta si la cantidad de mimos que yo le quería hacer por día estaban bien. Porque si Pino estaba triste o aburrido, era culpa mía.

Creo que él entendió rápido que yo era la llave para que le rascaran las orejas y para que cualquier morisqueta fuera mérito de un poco de pollo. Pero para ese momento, todavía estábamos en su tierra natal.

La Pampa, otro mundo

Tiempo después, cuando ya éramos amigos, emprendimo­s viaje en Semana Santa a visitar mis pagos y a mi familia, en la llanura pampeana.

El primer choque que tuvo, además de la enorme cantidad de olores, fueron las rosetas. Allá, la odiosa maleza es distinta a la de su tierra. El yuyo es más duro, no hay colchón de hojas y las espinas son traicioner­as.

Ahí entendí, por primera vez, que él también sólo sabía hacer las cosas que había conocido. No sé qué esperaba yo, pero de seguro no era un perro congelado, en el patio, con la patita levantada y una expresión de extrañeza y traición profunda. ¿Acaso el mundo no es de grama bahiana?

Al día siguiente, cambiamos rumbo y salimos a explorar el campo. Un potrero después, Pino quedó paralizado. Frente a él estaba lo que, imagino, sería como encontrarm­e yo con un dinosaurio: las vacas.

De golpe, sentí que estábamos en una película y que yo era Alan Grant, en ese icónico momento en el que le gira la cabeza a Ellie y le muestra la criatura prehistóri­ca.

Tieso, atento, Pino quedó con la cola firme por varios segundos. ¿Instantes después? Un nuevo amigo. ¿Por qué no? Digamos: perro es perro, sea grande o sea chico.

Ese fue mi segundo gran impacto. Con cero noción de lo pequeño que él es y de la fuerza y el peso que tiene un bovino, Pino se desesperó para ir a jugar con ese ser extraño, de pelaje negro y patas largas.

La correa lo detuvo, pero tiró como nunca había hecho en nuestras caminatas. Eufórico él, y cautelosa yo, nos acercamos a la bebida, a ver si ese perro-tiranosaur­io también tomaba agua, o qué clase de ilusión atosigaba sus ojos.

El bicho desconocid­o, en este caso un toro, nos miró extrañado al ver que un perro de tan poco porte osaba acercarse a él. Su cara fue sólo comparable a la inocente curiosidad de Pino, que buscaba una retaguardi­a para olfatear, por más alta que estuviera.

Unas horas después, y con paciencia, logramos volver a la casa. Las liebres y los peludos ya quedaban chicos. Claro, si del otro lado de la arboleda estaba Jurassic Park.

Días más tarde volvimos a la gran ciudad, Pino con un universo ampliado y yo con la duda de si había entendido que el toro no era como Chili, la Border Collie de mis vecinos.

Hace más de 10 años, cuando me vine a estudiar a Córdoba, era una piba de 17 años de un pueblo chico. Pampeana, algo que años después me valdría ser reconocida como un habitante de una tierra inexistent­e, tuve que aprender bastante rápido que la “t” al final de “fernet” no se pronuncia, que el cuarteto no era sólo para un rato en el boliche y que en las panaderías existía algo glorioso llamado “criollitos”.

Nunca imaginé que mucho tiempo después estaría yo enseñándol­e a un cordobés de cuatro patas que hay alambres que patean, que hay horizontes planos y que, por más lindo que parezcan, no todos los animales son amigos del parque.

Al final, los perros tampoco saben todo. Al menos, ahora Pino conoce las vacas.

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