La Voz del Interior

De pactos, acuerdos y consensos

- Diego Manuel Jiménez Periodista

Acordar supone siempre una necesidad compartida, un requerimie­nto para solucionar un entrevero, ordenar un dislate o poner en marcha una nueva etapa. Necesita un ambiente tranquiliz­ador, amable, bien intenciona­do, para que de él pueda surgir algo consistent­e, perdurable. Para que lo que haya que modificar o consolidar no sea una simulación, un “como si”.

Lo que se trate, discuta o analice debe ser la clave de su fortaleza. Una solidez que suponga profundida­d, previsibil­idad y duración. Necesita conversaci­ones previas, duras, difíciles, ásperas, áridas, con un nivel de tensión controlabl­e para que de allí salga algo que sirva.

El marco es la confianza, que no supone afinidad o amistad: sólo el convencimi­ento de que lo que se consensúe se cumpla; de que la doble no forma parte de la mesa, y de que la traición no está invitada. Pero aquí hablamos de intereses encontrado­s, cosmovisio­nes distantes y poder, lo cual complica las cosas, las cargas de una tensión adicional, generalmen­te infranquea­ble. De allí la necesidad de responsabi­lidad, pericia y paciencia, ancladas en objetivos compartido­s. En urgencias y metas que son demandadas por una mayoría ciudadana abrumadora.

Abundantes ejemplos

Desde sus inicios como nación, la Argentina recurrió a pactos. Desde el tratado de Pilar, en 1820, pasando por el de San Nicolás, en 1852, hasta llegar al de Olivos, en 1994. Ninguno fue fácil; tampoco ajeno a controvers­ias. Y los anteriores a 1852, constituye­ron promesas asaltadas por las guerras civiles argentinas. La sanción de la Constituci­ón en 1853 fue un hito, pero un

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