De pactos, acuerdos y consensos
Acordar supone siempre una necesidad compartida, un requerimiento para solucionar un entrevero, ordenar un dislate o poner en marcha una nueva etapa. Necesita un ambiente tranquilizador, amable, bien intencionado, para que de él pueda surgir algo consistente, perdurable. Para que lo que haya que modificar o consolidar no sea una simulación, un “como si”.
Lo que se trate, discuta o analice debe ser la clave de su fortaleza. Una solidez que suponga profundidad, previsibilidad y duración. Necesita conversaciones previas, duras, difíciles, ásperas, áridas, con un nivel de tensión controlable para que de allí salga algo que sirva.
El marco es la confianza, que no supone afinidad o amistad: sólo el convencimiento de que lo que se consensúe se cumpla; de que la doble no forma parte de la mesa, y de que la traición no está invitada. Pero aquí hablamos de intereses encontrados, cosmovisiones distantes y poder, lo cual complica las cosas, las cargas de una tensión adicional, generalmente infranqueable. De allí la necesidad de responsabilidad, pericia y paciencia, ancladas en objetivos compartidos. En urgencias y metas que son demandadas por una mayoría ciudadana abrumadora.
Abundantes ejemplos
Desde sus inicios como nación, la Argentina recurrió a pactos. Desde el tratado de Pilar, en 1820, pasando por el de San Nicolás, en 1852, hasta llegar al de Olivos, en 1994. Ninguno fue fácil; tampoco ajeno a controversias. Y los anteriores a 1852, constituyeron promesas asaltadas por las guerras civiles argentinas. La sanción de la Constitución en 1853 fue un hito, pero un