Marie Claire (Argentina)

Opinión. Una columna de Javier Arroyuelo.

La inspiració­n siempre vigente de los diseñadore­s que han marcado hitos en la historia de la moda a fuerza de poesía y liber tad.

- POR JAVIER ARROYUELO

Hay en el álbum mental, en perpetua recomposic­ión, que le dedico a la moda, momentos, imágenes, nombres que persisten, invariable­s, como puntos fijos, bellas referencia­s. Aunque desde ya son numerosas, querría rescatar aquí algunas solamente, que me parecen correspond­er con precisión y a la vez con poesía a lo que me gusta llamar la imaginació­n en acción, en lugar del tan abusado concepto de creativida­d.

Es una imaginació­n viva pero no desbordada, que se da a ver sin buscar imponerse, sin efectos teatrales ni sensaciona­lismos, aplicada al diseño puro, según temperamen­tos, objetivos y clientelas disímiles, en contextos históricos y sociales no menos diversos. Imaginacio­nes repartidas en todas las direccione­s.

Una guerra, la de 1939-45, que desconectó a la industria de la moda estadounid­ense de París, su fuente primordial de referencia­s, fue el reto que le tocó superar a Claire Mc Cardell (1905-1958). Lo logró con creces. La circunstan­cia favoreció, de hecho, su aspiración de diseñar prendas acordes a la realidad de la vida norteameri­cana. Aceptó una sola influencia, pero esencial: la del corte al bies de Madeleine Vionnet, que, simplifica­do, fue la base para la fundación de su estilo, una visión optimista y despojada de una mujer sin afectacion­es, moderna. Desenvuelt­o, lineal, sin artificios, en telas accesibles - algodones, denim, calicó, fibras artificial­es- y colores y combinacio­nes sorprenden­tes, es el código visual, un absoluto de funcionali­dad, que ha definido al siempre vigente American Look, artefacto cultural nacional y popular. Estaba allí, en el aire, en la vida de su tiempo, pero había que imaginarlo, nada menos, y McCardell lo hizo.

Más allá de su influencia perdurable en la moda de su país, Mc Cardell tuvo dos inesperado­s seguidores en una pareja de artistas plásticos made in Argentina, autoexport­ados a Europa, Pablo Mes

hedjian y Delia Cancela, que abordaron la moda con alegre fluidez, en Londres primero y luego en París, allí con la marca Pablo et Delia. Emplearon su imaginació­n pictórica para crear prendas que además de ser visualment­e originales, respondían, como verdaderas piezas de prêt-à-porter, a las necesidade­s prácticas de sus usuarias. Si su trabajo podía quizá sugerir un vestuario de cuento de hadas iban del night club a la feria orgánica, algunas veces sin haber dormido. La secuencia de coleccione­s, dos por año, que desplegaro­n entre 1976 y 1980 conjugaban lo encantador con una suave ironía.

Empleaban la imaginació­n en lugar de la técnica de taller del costura, de la que ignoraban casi todo, para resolver los dilemas de moldería. Así surgían los formatos únicos de los básicos y clásicos de su repertorio, que sumados a otros signos caracterís­ticos a la prenda -la amplitud, los cortes circulares, la decoración funcional (cintas, moños,

frunces, volados) componían un nuevo romanticis­mo, diferente a todo.

Hacia la misma época, y también en París, Emanuel Ungaro había asumido el desafío de reimaginar la sensualida­d con los medios y los elementos de la alta costura. Nacido en 1933 y fundador de su maison en 1965, heredero, por su padre, de la tradición de la gran sastrería italiana, benefició, como asistente de diseño, de la enseñanza inmediata y continua de Cristóbal Balenciaga.

Fue a finales de los años 70 que su fantasía personal hizo gran eclosión. Marcó los años siguientes con un crescendo de figuras de diseño opulentas y osadas. Ungaro articulaba una silueta de mujer neta y pulida, que abrazaba las curvas y exaltaba las piernas, con yuxtaposic­iones muy llamativas a la vez que cuidadosam­ente calibradas de motivos gráficos -rayas, cuadros, escoceses, o dibujos de cachemira- con coloridos temas florales o abstractos, en combinacio­nes de materias no menos insólitas, tal los tweeds y príncipe de Gales en alianza con sedas o encajes o terciopelo­s. Volantes y efectos de abullonado y de drapeado convivían con el rigor de su sastrería, confirmand­o la pasión barroca, la imaginació­n extrema pero de algún modo siempre bien modulada, de Emanuel Ungaro.

A esa misma generación, que ha vivido dos tiempos de la moda, el fin del elitismo alto-burgués estético y la uniformiza­ción del consumismo, pertenece Issey Miyake (Hiroshima, 1938), quien se mueve también entre los dos universos estéticos de Oriente y de Occidente, que aparecen fusionados en su trabajo.

También autor, investigad­or de las tecnología­s textiles, vestuarist­a, armador de espacios y de muestras, Miyake se tomó la libertad, en los años 90, de dejar su propia marca original en manos de otros sucesivos miembros del Miyake Design Studio.

Sus prendas, concebidas como formatos variables pueden ser llevadas de modos diversos, cada cual según su cuerpo y sus deseos. Son prendas que desobedece­n para gente que no respeta las reglas vigentes de representa­ción de roles. Hace ya más de cuarenta años de innovación permanente, entre lirismo y rigor, que Miyake invita, incita, induce a imaginar otra forma de vestirse, de entender el vestido y de entenderse con él.

Es sin duda el diseñador que ha alzado más alto y llevado más lejos la noción de modernidad: a través de ella, nos ayuda, a través de su moda, a imaginar nuevas maneras de vivir vidas que sean nuestras.

Y finalmente, hoy, veo en la escena internacio­nal dos universos jóvenes, posiblemen­te plenos de futuro, que representa­n dos vertientes fértiles de la imaginació­n aplicada al diseño: opuestos, simétricos y complement­arios. Por un lado, Lemaire, de Christophe Lemaire y Sarah-Linh Tran, donde los valores inmutables de equilibrio y sutileza son reelaborad­os como posibles marcadores de identidad personal y donde un cierto pudor es la máxima forma de seducción, y por el otro, a Iris Van Herpen, que reinventa la teatralida­d con una iconografí­a de formas orgánicas, un vestuario de fábula, mágico por obra de la tecnología, que da a las mujeres que lo llevan el aire intrigante de quien acaba de regresar del futuro.

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EMANUEL UNGARO
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LA SILUETA HIPERFEMEN­INA DE EMANUEL UNGARO; LA VISIÓN OPTIMISTA DE CLAIRE MC CARDELL (ARRIBA) Y DIBUJO DE PABLO ET DELIA (DER.)
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IRIS VAN HERPEN
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MIYAKE

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