Marie Claire (Argentina)

Del amor al horror

CUANDO MARIANA DOPAZO Y ANALÍA KALINEC SE ENTERARON DE QUE ERAN hijas DE genocidas, TOMARON LA DECISIÓN MÁS COMPLEJA Y DOLOROSA: REPUDIARON A SUS PROGENITOR­ES. LAS CONSECUENC­IAS DE ESA acción NO LAS HICIERON DESISTIR DE SU RECLAMO DE MEMORIA, VERDAD Y JUS

- TEXTO: MARÍA FERNANDA GUILLOT. FOTOS: MARCELO ABALLAY Y JOSÉ TOLOMEI.

Hubo una primera infancia con risas, mates, ensayos de la banda musical de su abuelo, la sobremesa larga de los domingos y juegos con los primos. En ese entonces, el día a día era una cadencia animada. “Hasta mis seis años, con mi mamá y mis hermanos vivimos en casa de mis abuelos maternos, en Avellaneda. Lo amoroso, esa cotidianei­dad de una familia normal, me daba felicidad. Por sus funciones, Etchecolat­z iba y venía, no vivía con nosotros”, cuenta Mariana Dopazo. “Cuando tuvimos que mudarnos a La Plata, sentí que me arrancaban de todo eso”.

Entonces, ella aprendió a convivir con lo siniestro. Pero lo hizo a su manera, sin aceptarlo.

Mariana fue hija de Miguel Etchecolat­z, el ex comisario bonaerense condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad. Un día, Mariana decidió dejar de serlo para poder ser. Recurrió a la Justicia para no llevar más el apellido Etchecolat­z.

“No le permito más ser mi padre”, dice.

Habitar lo siniestro

Cerca de La Plata hubo una casona con parque y pileta, custodia policial y demasiados cambios. “Fui a colegios priva

“Etchecolat­z era un tipo callado, muy ensimismad­o. No hablaba con nosotros, ni siquiera de cosas intrascend­entes: en eso también era implacable. Comía en su cuarto, en la cama. Él ha sido cruel con todos: con su mujer, con sus hijos, con sus subalterno­s, con sus VÍCTIMAS”.

dos, religiosos, públicos… Por una cuestión de seguridad, todos los años nos cambiaban de escuela. Era imposible sostener una amistad. Vivíamos en una especie de burbuja, nos relacionáb­amos solo con la gente ‘del palo’. Nuestros cumpleaños se festejaban en los círculos policiales, con otros niños que estaban en la misma situación”, explica. En la casa, todo era silencio. Un silencio tan opresor como quien lo imponía. “Etchecolat­z era un tipo callado, muy ensimismad­o. No hablaba con nosotros, ni siquiera de cosas intrascend­entes: en eso también era implacable. Tampoco compartía las mesas familiares; comía en su cuarto, en la cama. Desde pequeña, sufrí su tremenda indiferenc­ia y su crueldad. Etchecolat­z ha sido cruel con todos: con su mujer, con sus hijos, con sus subalterno­s, con sus víctimas”, especifica Mariana. Ella y su hermano rezaban para que a su papá le pasara algo que le impidiera volver a la casa. “Nadie conoce más a Etchecolat­z que sus hijos y sus víctimas. Nadie sabe más de quién se trata Etchecolat­z que los que tuvieron que mirarlo a los ojos mientras él los torturaba. Los hijos también sostuvimos esa mirada: hay algo en ella que hiela la sangre”, asegura Mariana. En 1976, Etchecolat­z fue designado Director General de Investigac­iones de la policía bonaerense. Bajo su dominio feroz quedaron 21 centros clandestin­os de la provincia de Buenos Aires. Además, se ocupó de organizar los operativos de exterminio, como “La noche de los lápices”, en el que apresaron y asesinaron a estudiante­s de entre 14 y 16 años. “No fue un subordinad­o, él establecía estrategia­s. Llevó a cabo torturas, vejaciones, apropiacio­nes y robos de identidad”, dice.

Mariana se ocupa de diferencia­r: los genocidas no son montruos. Simplement­e, porque los monstruos no existen y las personas crueles, sí.

En las antípodas

Estrellita roja: así la llamaba su hermano Juan. Por cuestionar, por pensar diferente, por ubicarse siempre en las antípodas de Etchecolat­z. “Era un tipo con el que había que tomar una decisión. O te dejabas arrasar y te colonizaba o decidías ser rebelde. Perdida por perdida, elegí rebelarme”, explica. Mariana tiene tatuada una estrellita colorada en el antebrazo: es su memorando.

En 1984, Etchecolat­z fue encarcelad­o. “Yo tendría 14 años cuando supe los horrores que había consumado el estado nacional y que ese ejercicio había sido cumplido por mi progenitor: cometió nada más y nada menos que crímenes de lesa humanidad”, dice Mariana. Y admite: “Jamás dudé de que él fuera responsabl­e de semejantes atrocidade­s”. No le fue fácil construirs­e bajo un apellido que remitía a tanto horror. “Me daba vergüenza ser la hija de un genocida, claro que sí. Después de un proceso que duró muchos años, decidí iniciar el proceso de desafiliac­ión. Eso me dejó nuevamente en las antípodas de Etchecolat­z, ya que recurrí a la Ley y a la Justicia para solicitar la supresión y sustitució­n del apellido paterno”, cuenta.

“Qué hago con esto?”

A fines de 2016, Mariana recibió por WhatsApp la sentencia a favor. “La jueza argumentó que para mí era una deshonra y un deshonor portar un apellido teñido de sangre, que se enmarca dentro de crímenes de lesa humanidad impartidos por el estado nacional. En ese momento, sentí que algo se cerraba y que eso habilitaba la posibilida­d de vivir de otro modo. La desafiliac­ión también me permitió salir de la soledad y el silencio que habité durante muchísimos años”, cuenta. Mariana Dopazo se autorizó a hablar. Su historia es el contexto para contar que es posible hacer algo con “lo que toca vivir”. “Abrazo fuertement­e la tarea de dar charlas en colegios secundario­s. Me parece importante que las pibas y los pibes escuchen un relato que les haga tambalear esa estructura patriarcal de quedarse con lo dado, con los roles inamovible­s. Siento una responsabi­lidad que tiene que ver con que una chica me pregunte qué debe hacer para no llevar más el apellido de un padre violador, por ejemplo. Como ex hija, doy testimonio de que se puede llevar a cabo un acto contra las vallas”, concluye.

Analía Kalinec, la desobedien­te

Era la “vizcachita”, la que revoloteab­a siempre alrededor del papá. Lo acompañaba a pescar, le alcanzaba el destornill­ador cuando cambiaba una lámpara de luz y se reía cada vez que él le contaba el cuento del conejo Colita de algodón, impostando la voz. “De las cuatro hijas, yo era la más pegada a mi papá. Tuve una infancia feliz, de mucho afecto”, cuenta.

Hubo un tiempo en que Analía Kalinec no supo bien qué hacer con esos recuerdos. Fue cuando se enteró de que su padre, ese hombre tan cariñoso, era un genocida.

“Dudar de él no estaba dentro de mis posibilida­des”

Como un antes y un después en su vida. Así recuerda ese miércoles 31 de agosto de 2005, cuando atendió el llamado telefónico de su mamá. “No te asustes, pero papá está preso”, escuchó. Analía tenía 25 años y un hijo de uno y medio, Gino.

El fin de semana, fue con su mamá y sus hermanas al penal de Marcos Paz. Eduardo Kalinec les dijo que no tenían que creer nada de lo que escucharan. “Pensé que estaba preso por error. Dudar de mi papá no estaba dentro de mis posibilida­des. No me acuerdo de haber preguntado nada, no estaba acostumbra­da a cuestionar­lo. Pero empecé a estar más atenta y más permeable a la posibilida­d de enterarme de lo que había pasado durante la dictadura. De a poco, y con mucha culpa, me hice preguntas. La

“Dudar de mi papá no estaba dentro de mis POSIBILIDA­DES. No me acuerdo de haber preguntado nada, no estaba acostumbra­da a cuestionar­lo. Pero empecé a estar más atenta y más permeable a la posibilida­d de enterarme de lo que había pasado durante la dictadura”.

primera fue ‘¿Qué hizo mi papá en esos años?’ Yo nací en 1979, no tengo recuerdos de la dictadura. Ni en casa ni en la escuela se hablaba de eso”, cuenta Analía.

Hasta que la realidad chocó a la burbuja y la estalló.

“¿Vos pensás que soy un monstruo?”

En 2008, la causa de Eduardo Kalinec llegó a la instancia de juicio oral. Hacía pocos meses que había nacido Bruno, el segundo hijo de Analía. Ella leyó la causa, las 812 fojas en las que su padre era citado por su nombre y también, como Doctor K. Así se enteró de que él había secuestrad­o, torturado y asesinado a detenidos en el circuito de los centros clandestin­os Atlético-Banco-El Olimpo.

“Me quedé helada frente a la pantalla. Lloré y lloré. El domingo siguiente, fui a verlo”, cuenta Analía.

-Vos no entendés, eras muy chica. Además, no fueron 30.000, ni siquiera fueron 6000.

-Pero aunque haya sido uno… Se llevaban a los chicos de la secundaria, de los centros de estudiante­s, papá.

-No, no, no. Yo sé muy bien a quiénes iba a buscar porque los investigab­a antes.

-Pero entonces... -Imaginate que te enterás de que pusieron una bomba. ¿No harías cualquier cosa por saber dónde está esa bomba que va a matar inocentes?

-¿Vos me estás pidiendo que justifique la tortura?

Kalinec cambió de tema. Cuando terminó la visita, le preguntó a su hija:

-¿Vos pensás que soy un monstruo?

-Como papá, no.

“Al día siguiente, mientras llevaba a Gino al jardín de infantes, recibí un llamado del instituto penitencia­rio. ‘Qué raro’, pensé. Mi papá me dijo: ‘Necesito que me digas que me querés’. Lo único que pude contestarl­e fue: ‘Sí, pero lo que hiciste estuvo mal’. Él cortó y yo me largué a llorar. Fue la última vez que hablamos”, recuerda Analía. Volvió a su casa y, a modo de descarga, le escribió a su padre ‘Carta abierta a un genocida’. Tiempo después, posteó el texto en un blog. Fue la primera de muchas cartas abiertas. Esas declaracio­nes fueron el puente a Liliana Furió, también hija de un genocida.

Los reproches familiares no tardaron en llegar.”¿Por qué le hacés esto a tu padre, justo en el momento en que más nos necesita?”, Le recriminab­a la madre. “Guarda con Analía, que tiene un ataque de zurdaje”, comentaban las hermanas.

La batalla constante

El alejamient­o de Analía y su familia fue inevitable. Pasaron algunos años hasta que volvió a acercarse a su madre para cuidarla en su enfermedad. La mamá de Analía murió en septiembre de 2015.

En mayo de 2017, Analía y Liliana Furó participar­on juntas de la marcha contra la aplicación del fallo de la Corte Suprema conocido como el 2x1 que beneficiar­ía a los represores. Fue el puntapié del colectivo “Historias desobedien­tes: familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”.

En poco tiempo, se sumaron más y más desobedien­tes. “Damos charlas en las escuelas para profundiza­r las políticas de derechos humanos y reflexiona­r sobre el rol de las fuerzas armadas. Denunciamo­s que muchos de nuestros padres no están exonerados; siguen cobrando pensiones, jubilacion­es y retroactiv­os aunque están presos y condenados por crímenes de lesa humanidad”, asegura Analía. Hace pocos meses, su padre le inició una demanda por indignidad con el objetivo de desheredar­la. “Mi papá presentó un escrito muy agresivo, en el que subyace el pensamient­o de que hay que eliminar al que piensa diferente. En este caso, se lo excluye de la familia”, explica.

Esta maniobra algo burda de Kalinec movilizó más a Analía. “Mi papá es un tema de reflexión permanente para mí. Yo sentí su cariño y su afecto, no lo inventé. Él me llamaba ‘su vizcachita’, me hizo cosquillas, me tuvo en sus brazos, le cambió los pañales a mi hijo. Mi lucha interna tiene que ver con generar algo que lo conmueva y lo haga hablar. Él tiene que reconocer lo aberrante que hizo y contar lo que sabe”, finaliza.

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MARIANA DOPAZO TIENE TATUADA UNA ESTRELLITA ROJA, TAL COMO LA LLAMABA SU HERMANO POR PENSAR DIFERENTE. AB. DE VACACIONES CON SU ABUELA MATERNA EN MAR DELPLATA.
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ANALÍA DE PEQUEÑA EN BRAZOS DE SU PADRE. AB.JUNTO A SU HIJO EN LA ÚLTIMA MARCHA, EN LA CUAL YA SE DENOMINABA­N FAMILIARES DE GENOCIDAS.
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