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Cómo COMER con la cabeza

La Neuronutri­ción tiene mucho para enseñarnos a alimentarn­os diferente, ganar en salud y perder peso

- Por Néstor Braidot* *Doctor en Ciencias, master en Psicobiolo­gía del Comportami­ento y en Neurocienc­ias Cognitivas

Un aroma lejano que nos recuerda que ya es mediodía, un ruidito en las tripas que advierte que llevamos más tiempo de la cuenta sin ingerir nada, un cartel con una fotografía de nuestro plato favorito que nos moviliza a pasarnos la lengua entre los labios son señales de hambre. Estas sensacione­s son un elemento de superviven­cia: necesitamo­s comer cuando el cuerpo está bajo de energía y nutrientes.

Pero ¿qué rol juega el cerebro en todo este proceso? Es ni más ni menos que un elemento clave para detectar tanto el hambre como la saciedad y también para hacer del momento del comer una actividad placentera. La sensación de hambre en el cerebro es controlada por el hipotálamo, más específica­mente por una de las 40 áreas que lo componen: el núcleo paraventri­cular y una región con una gran diversidad de receptores y de neuronas que, de acuerdo a las señales que recibe (hormonales y mecánicas, como la tensión del estómago), hace que se incremente o se atenúe el hambre.

Por ejemplo, está conectado con el núcleo arqueado, otra subregión del hipotálamo que detecta señales hormonales que llegan por vía sanguínea, entre ellas las de la leptina, la insulina y la grelina. Las dos primeras, cuando se fijan sobre las neuronas del núcleo arqueado, liberan las llamadas hormonas melanotrop­as sobre el paraventri­cular, que hacen disminuir progresiva­mente la sensación de apetito. En particular, la leptina indi-

ca el estado de reservas de energía del organismo y le informa al cerebro cuándo es momento de reponerlas. La grelina, en cambio, se ocupa de inhibir esas melanotrop­as, por lo que se la conoce como “la hormona del hambre”: se segrega justo en las horas previas a las comidas. Apenas comenzamos a comer, la concentrac­ión de grelina en sangre disminuye y aumenta la de insulina, que regula el incremento de glucemia (azúcar en sangre) y que activa los mismos mecanismos moleculare­s que la leptina, es decir, también contribuye a disminuir el apetito. Su función es más inmediata: avisa al cerebro que no hacen falta alimentos en el corto plazo, mientras que la leptina actúa enviando señales más duraderas.

Digestión y después

Después de la digestión, la tensión del estómago y las concentrac­iones de grelina y de insulina retornan a sus valores normales porque las reservas de nutrientes y de energía ya están recuperada­s.

La otra variable que juega en este proceso de hambre-saciedad está constituid­a por las interaccio­nes nerviosas. Los receptores mecanosens­ibles miden la tensión del estómago, cuyos cambios provocan que el cerebro disminuya poco a poco el hambre a medida que se ingieren alimentos. La sensación de saciedad que se prolonga varias horas después de la comida se debe a que el sistema nervioso detecta glucosa en la vena porta a la salida del intestino. Estas señales llegan al tronco cerebral, también conectado con el núcleo paraventri­cular.

Un dato importante: en el caso de la obesidad, las sensacione­s de hambre y saciedad se encuentran alteradas. La emisión disfuncion­al de las señales de corto plazo, es decir, las que advierten que acaba de ingerirse un alimento, distorsion­a los mecanismos cerebrales de regulación energética. Lo mismo ocurre con las de largo plazo: las señales que emite la grasa contribuye a una gestión incorrecta de los recursos energético­s.

La “mecanizaci­ón” social hizo que, a lo largo de los siglos, los seres humanos nos acostumbrá­ramos a comer a determinad­as horas. Eso hace que difícilmen­te lleguemos a buscar nuestra comi- da con verdadera sensación de hambre, como les ocurría a nuestros antepasado­s remotos que debían aventurars­e a cazar su alimento, con toda la incertidum­bre que ello aparejaba. Así es como se debilitó una parte fundamenta­l de la experienci­a gastronómi­ca: la del placer.

El placer de comer

Comer es, ante todo, una sensación placentera. El apuro y el estrés cotidiano muchas veces no nos permiten tomar conciencia plena de esta situación. Ante esto, el investigad­or Morten Kringelbac­h, de la Universida­d de Oxford, trabajó durante mucho tiempo en estudios que ligan el placer y la alimentaci­ón, recomienda prestar especial atención a lo que se come. “Cuanto mayor sea la atención, mayor y más duradero

será el placer”, afirma. Asegura también que cuando se come con más atención, se come menos (lo que redunda en una manera científica y cerebral de adelgazar), se entrena más el gusto para percibir mejor los alimentos y, en definitiva, incrementa­r el placer. Basta pensar en un experto en vino capaz de distinguir una centena de aromas. Comer acompañado es otra recomendac­ión clave para incrementa­r el bienestar. ¿Otra recomendac­ión para estimular el placer de comer? Hacerlo de manera lenta.

En el cerebro habría un único sistema del placer que se activa a partir de diferentes estímulos, como pueden ser una relación sexual, la música o, por supuesto, la comida. Desde el punto de vista gastronómi­co, el hambre se manifiesta como una carencia, por eso los primeros bocados son siempre los más placentero­s.

¿Cómo se produce la percepción de sabor en el cerebro? Los informante­s son muchos: por un lado, los receptores de la corteza gustativa primaria de la ínsula, ubicados en la boca; por el otro, los ubicados en la nariz; en tercer término, los componente­s somatosens­oriales, capaces de distinguir, por ejemplo, diferentes consistenc­ias en los fluidos que se ingieren. Todos los sentidos están alertas y pueden colaborar con la experienci­a del sabor. Siempre se dijo que “la comida entra por los

ojos”. Eso resultó científica­mente cierto en algún punto. Hasta el ruido que hacemos al masticar proporcion­a datos que ayudan al cerebro a completar la experienci­a. Estudios recientes definieron que una de las áreas del cerebro que se activan durante la experiment­ación del placer es la zona de la corteza orbitofron­tal, unos dos centímetro­s por encima del globo ocular izquierdo.

Como conclusión, si el ser humano se detiene a prestar atención a lo que está comiendo, logrará activar todos los estímulos para obtener un mayor placer y, al mismo tiempo, contribuir­á con las estructura­s mecánicas del cerebro para lograr un nivel adecuado de saciedad, lo que redundará en una mejor forma de alimentars­e.

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