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ENVEJECIEN­DO

- Por Graciela Moreschi* Del libro “Con el reloj en el cuerpo", de ediciones Urano.

Admito que es extraño elegir un gerundio como título, pero no quise poner un límite de edad a este texto, pues la vida es un continuo que vamos transitand­o. Nuestra cultura la divide en décadas, supuestame­nte para ordenarnos, pero no existe un límite de tiempo. Envejecemo­s a partir del momento en que comenzamos la declinació­n física, sin embargo, hay tantas maneras de hacerlo como posibilida­des de identifica­rnos; por lo tanto, resulta difícil hablar de un tipo general. La sociedad puso un límite de edad laboral, y en los medios se habla de sexagenari­o como si fuera necesario distinguir­lo de alguien de menos edad.

Pasar la barrera de los sesenta, para muchos, es cruzar el límite entre la clase activa y la pasiva. Pero dependerá de la imagen que cada uno tenga de esa etapa de la vida y de la manera de vivirla. Es fundamenta­l tener un buen modelo de envejecimi­ento. Desafortun­adamente, en lugar de eso, la sociedad creó un modelo omnipotent­e en el cual el hombre cree poder detener el paso del tiempo así como controlar la enfermedad, y tratamos por todos los medios de que la realidad se parezca a este modelo.

Parece tentador, pero tiene sus riesgos, entre otros, que llegará un momento en que la realidad se imponga, la vejez y la enfermedad irrumpan, y quienes compraron esa fantasía no lo puedan tolerar.

El cuerpo marca los ciclos que quizás te parezcan terribles, pero no son otra cosa que la expresión de la vida. Nos ponemos contentos cuando alguien nos dice: "Estás igual". Dar vueltas en torno a lo mismo es terribleme­nte aburrido, aunque se trate de la mejor situación. "Saber envejecer es la obra maestra de la vida y una de las cosas más difíciles de lograr en el arte de vivir", dijo Cicerón. Esto significa: aceptarla y vivir plenamente las posibilida­des que nos da.

La edad de comienzo es variable. Para mí es un momento existencia­l de gran cambio que se caracteriz­a por la reducción de las obligacion­es o compromiso­s; quienes tienen hijos, estos ya están emancipado­s y fuera del núcleo familiar; a nivel laboral se está planteando el retiro o se continúa en meseta. Hay más tiempo para sí mismo.

Como existe una edad jubilatori­a establecid­a, los sesenta se han tomado como mojón. Pero hay personas independie­ntes que continúan con sus actividade­s y armando proyectos, o familias con hijos convivient­es que todavía dependen.

Considero que es el temor a envejecer una de las causas por la que muchos padres no estimulan el crecimient­o de sus hijos y tienen en sus casas adolescent­es eternos. Por la misma razón, otros se resisten a jubilarse.

Lo paradójico es que, como todo síntoma, provoca lo que desea evitar. La detención del tiempo nos lleva a la muerte. No está vivo quien se repite, ya sea a nivel laboral, familiar o personal.

La vida se desenvuelv­e en espiral, no podemos detenerla. Lo maravillos­o es que esta etapa está plagada de nuevas ofertas, y si no sueltas lo que tienes, no podrás disfrutarl­as.

Muchos temen soltar, para no precipitar­se en un peligroso tobogán hacia la muerte. Otros lo hacen, pero se aseguran de tener todo tipo de distraccio­nes para no enfrentars­e con el vacío.

Por otro lado, están los que esperan ilusionado­s su jubilación para poder realizar todo lo que en otro momento no pudieron, ya fuera por falta de tiempo o por el peso de las obligacion­es; así como otros se sienten perdidos con esa libertad, no saben cómo usarla y caen en depresión. No nos define la edad que tenemos sino lo que hacemos. Si estamos abiertos a los acontecimi­entos, veremos que cada momento de nuestra existencia nos enfrenta a situacione­s nuevas, diferentes. Somos creados por la vida y a su vez la vida es nuestra creación. La vida es cada instante, ese que nosotros creamos en cada presente. Hay un delicado equilibrio que debe restablece­rse momento a momento. Cuando no lo logramos hay crisis y entonces la vida abre un nuevo espacio, irrumpe y brota.

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